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Crónica desde Beirut: rincones de África y consuelo
Algunas extrabajadoras domésticas migrantes han conseguido crear espacios de ocio para que la comunidad se encuentre y se sienta más cercana a sus países natales
Andrea López-Tomás
En el restaurante de Haddy Ndure es imposible mantener una conversación fluida. Cada pocos minutos cruza la puerta, que está siempre abierta, una mujer africana vestida con sus mejores galas e interrumpe el diálogo con su arrollador desparpajo. “Hermana, ¿cómo estás? ¿Hoy has podido salir?”, se preguntan entre abrazos. Es domingo. Para muchas de estas mujeres, son sus únicas horas de libertad de la semana. Es un tesoro de valor incalculable. Durante el resto de días, trabajan en hogares libaneses donde cocinan, limpian, compran y cuidan a familias enteras, en muchas ocasiones, sin recibir nada a cambio. “Cuando yo trabajaba bajo contrato como empleada doméstica, no nos dejaban salir nunca”, le comenta Haddy a Aisha, su madrina senegalesa que lleva 25 años en el Líbano. “También es verdad que no había lugares como este donde encontrarnos”, reconoce aliviada.
La música de artistas africanos domina el callejón que da acceso a Haddy’s Afro House. En el barrio armenio de Bourj Hammoud, a las afueras de Beirut, las alegres canciones a todo volumen acallan las carcajadas de un grupo de amigas contentas de tenerse. Tras cruzar el umbral enmarcado por flores de plástico, se sientan y piden un vino. Entre banderas de Gambia y retratos de paisajes africanos, comentan las últimas novedades de su comunidad. Mientras, Haddy, a tres semanas de salir de cuentas, calienta en el microondas un guiso camerunés. Sobre los fogones, hierve una sopa keniana. Pese a las ollas y platos acumulados en el fregadero, la cocinera se sienta para recomendar a las jóvenes la oficina más fiable para mandar ahorros a su Gambia natal. La oficina donde se sabe que el dinero llega de verdad y no se pierde por el camino.
Su historia es excepcional. Son muy pocas las trabajadoras migrantes que consiguen escapar del ámbito doméstico y quedarse en el Líbano. Ndure está casada con un libanés y eso le ha permitido abrir su propio negocio. “Nunca pensé que tendría mi propio restaurante en un país árabe”, explica tras rememorar su primera experiencia trabajando en el hogar al llegar en el 2016. Las últimas cifras afirman que el país de los cedros aún acoge a unas 250.000 trabajadoras migrantes domésticas, la mayoría mujeres y de países africanos y asiáticos. Pese a la feroz crisis económica que vive el Líbano, las familias siguen trayéndolas a través del abusivo sistema kafala, tachado de “esclavitud moderna” por varias organizaciones. “Trabajar para alguien es realmente estresante, es diferente a trabajar para uno mismo”, celebra Haddy.
"En Senegal durante unas horas"
Aisha Sene ha pasado casi el mismo número de años en el Líbano que en su Senegal natal. “Actúo como la hermana mayor de Haddy”, explica a este diario. Mientras la observa trajinar en la cocina, se queja: Nosotras no podemos hacer como las libanesas que dejan de trabajar y están sentadas en casa meses antes de parir”. “No tenemos otra opción que trabajar hasta el último minuto”, clama. A la vez que habla, coloca un abalorio detrás de otro sobre un hilo transparente y lo cierra con una pequeña concha. “Todo el material viene de África, así que vendo estas pulseras a las chicas para ganar un poco de dinero y ellas también se sienten más en casa”, explica mientras las reparte entre las jóvenes.
Desde su casa, esta senegalesa de 51 años regenta un salón de belleza. Africanas y libanesas, –“no distingo nacionalidad”, afirma–, dejan su pelo y su rostro en manos de Aisha. “La gente sale de mi casa feliz, es como estar en Senegal durante unas horas”, cuenta para después proclamarse a sí misma “mamá África” entre risas. “Es muy importante que tengamos lugares así para encontrarnos porque si no nos ayudamos entre nosotras, las libanesas no lo harán”, explica Aisha en un árabe fluido. En un país con tres cuartas partes de la población bajo el umbral de la pobreza, son uno de los colectivos más olvidados, víctimas del racismo y la discriminación.
Un lenguaje común
A través de los peinados, la ropa o la comida, se comparte un lenguaje común. De alguna forma, en estos lugares, regentados por mujeres que conocen de primera mano el sufrimiento de sus clientes, se halla lo más parecido al consuelo. “Este sitio les recuerda a su hogar en África”, afirma Haddy, orgullosa. “Les gusta tanto que cuando acaban de comer, nos ponemos todos a bailar; cuando vienes de dentro”, así es como se refieren a estar interna en una casa, “nunca sales a bailar, porque siempre estás trabajando”. Con el rostro cansado después de una noche de sábado en el restaurante hasta las dos de la mañana, la futura madre se muestra contenta.
“Para nosotros, conocer africanos [en el Líbano] no es fácil, y encontrar un lugar como este donde la gente pueda venir y divertirse es algo excepcional”, concluye Ndure. Ni en domingo el silencio se apodera de este barrio mayoritariamente cristiano. Las trabajadoras domésticas aprovechan las horas libres para acercarse lo más posible a casa. Confían su melena, su aspecto y su estómago a compatriotas africanas que les inspiran a soñar con una vida que existe fuera de un hogar ajeno.
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