Luiz Inacio Lula da Silva ha agrandado su figura después de realizar la hazaña electoral de derrotar a Jair Bolsonaro en un contexto de adversidad que le obligó a tejer alianzas ajenas a la tradición del Partido de los Trabajadores (PT), girar hacia el centro para no espantar a sectores de una sociedad derechizada y general garantías a los mercados.

Moderación y alianzas con antiguos adversarios

Lula cuenta con una base propia, construida a lo largo de décadas. Se lanzó a disputar la presidencia con la certeza de que 2002 no era 2022 y que el PT no se encontraba en las mismas condiciones de liderar un cambio. Lo primero que hizo es forjar un entendimiento con Geraldo Alckmin, el exgobernador del estado de San Pablo, con quien a la vez había disputado las elecciones de 2006, y quien llegó a avalar la causa judicial en contra de quien sería su inesperado aliado. Ese acercamiento a la centroderecha abrió una puerta de reconciliación coyuntural con Fernando Henrique Cardoso, el exmandatario, y un nombre de referencia para la elite, que lideraba el PSDB al que había pertenecido Alckmin. Lula y Cardoso compartieron la calle en la lucha por la transición democrática. Los caminos se bifurcaron especialmente en los años noventa. Nunca se enemistaron del todo. La decisión de Cardoso de pedir el voto para su antiguo rival ayudó a derribar prejuicios de los sectores medios, especialmente urbanos, hacia el PT.

El temor a una nueva aventura de la ultraderecha

Los entendimientos de Lula con Alckmin y Cardoso habría sido imposibles de imaginar antes de 2018, cuando la ultraderecha llegó al Gobierno. El temor a una anunciada radicalización, con mayores efectos en la vida institucional y social, no solo espantó a parte del centro político, sino también a los medios de prensa que habían tenido una relación problemática con el PT durante sus administraciones, así como un sector no despreciable del empresariado. A medida que el capitán retirado fue subiendo el tono de sus amenazas, Lula fortaleció su condición de "mal menor" y, además, de estirpe democrática, frente al peligro de una profundización de la veta intolerante de un bolsonarismo que, a pesar de su derrota en las urnas, será la principal fuerza del Congreso. Eso permitió que Marina Silva, una exdirigente petista, comprendiera, en virtud de la encrucijada histórica, que era esta vez necesario apoyar al líder con quien se había peleado por no cumplir su programa ambiental.

 

Los errores de Bolsonaro

El presidente tuvo a su favor un uso dispendioso de las arcas públicas, prometiendo lo que no podía cumplir. Los 33 millones de brasileños que pasan hambre quedaron no obstante como una marca indeleble de esta era. El bolsonarismo tampoco contempló el efecto negativo de su propia manera de hacer política. De un lado, la experiencia que había dejado el desastroso manejo de la crisis sanitaria, y la caracterización de la pandemia, que provocó 680.000 víctimas fatales, de simple gripecita. Por el otro, la exaltación de la cultura de las armas, que llegó a un nivel de delirio en los días previos a los comicios, con un exdiputado de ultraderecha, Roberto Jefferson, disparando con un fusil y lanzando granadas a la policía, y la diputada Carla Zambelli, persiguiendo a punta de pistola a un simpatizante de Lula. Un tercer factor parece haber sido gravitante: el anuncio del ministro de Economía, Paulo Guedes, que cargar el precio del ajuste venidero sobre salarios y pensiones.

Fidelidad de un voto histórico y otras cuestiones de fe

El mito Lula comenzó a forjarse en el nordeste, la región más pobre de Brasil y la de máxima fidelidad al extornero mecánico. El caudal de votos alcanzado en sus estados permitió compensar las derrotas seguras en el sudeste, Río de Janeiro y San Pablo, así como la simpatía que provoca Bolsonaro en el sur.

La religiosidad es un componente fundamental de la sociedad brasileña. Un 70% de los feligreses se consideran católicos. El evangelismo pentecostal, que en los años setenta era marginal, no solo representa a un 30% de los creyentes. Se ha erigido, además, un poder económico y político. Lula logró recomponer parte de los vínculos con esas iglesias que han formado parte activa de la coalición de ultraderecha. El precio de esa aproximación ha sido alto: el ganador de los comicios tuvo que sobreactuar su rechazo al aborto y la defensa de la familia tradicional.

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Los seguidores de Lula da Silva celebran su victoria en las elecciones brasileñas Reuters

La trama internacional

Durante los dos primeros gobiernos de Lula, Brasil llegó a constituirse en la sexta economía global. Su diplomacia desempeñó el rol activo que se puede atribuir a una potencia regional. Lula fue portada de Time, lo recibieron en todas partes del mundo y lideró los intentos sudamericanos de establecer una autonomía relativa de Sudamérica respecto de Estados Unidos. Los países vecinos apoyaron su vuelta. Pero, también, Estados Unidos y la Unión Europea. Bolsonaro, al fin de cuentas un émulo de Donald Trump, no tardó en colisionar con la UE, especialmente por el tema ambiental, pero también con la política de Joe Biden. No casualmente, todos salieron de inmediato a validar la victoria en las urnas y, de este modo, condicionar cualquier movimiento contrario del capitán retirado. Hasta el papa Francisco, reticente a intervenir en escenarios electorales, rezó por el triunfo de Lula.