En 1934, Carlos Gardel estrenó 'Cuesta abajo', un tango cargado de pesimismo en el que se hablaba de "la vergüenza de haber sido" y "el dolor de ya no ser". Ochenta y ocho años más tarde, aquel lamento encuentra un sentido mayor: según el Banco Mundial, antes de la pandemia, un 51% de los argentinos formaba parte de la clase media. Un año más tarde, y como consecuencia del derrumbe económico, ese promedio es del 44%, con lo cual, 1,7 millones de personas pasaron a ser pobres.

El deterioro viene de lejos en un país que ha atravesado sucesivas crisis y cuya economía se encuentra estancada desde hace una década. Argentina construyó a lo largo del siglo XX la idea de un país esencialmente de clase media. Esa idea siempre tuvo sus aristas problemáticas, como lo ha demostrado Ezequiel Adamovsky en su libro 'Historia de la clase media argentina. Apogeo y decadencia de una ilusión, 1919-2003'.

Las primeras alusiones a la clase media son previas al mencionado tango de Gardel y las propagó la elite política y económica conservadora para diferenciar a un sector social –trabajadores públicos, comerciantes, estudiantes y profesionales- del creciente proletariado que se nutría de la emigración, en especial española e italiana, que había llegado con ideas anarquistas y socialistas. La identidad de clase media, señala Adamovsky, se entrelazó con la narrativa de la nación según la cual "lo europeo" se abría camino frente a la "barbarie" mestiza, criolla y, sobre todo, los pobres.

Auge y caída

La clase media creció de manera exponencial a partir de los años cuarenta y fue, en buena parte, antiperonista, a pesar de beneficiarse de sus políticas económicas. Su momento de mayor expansión transcurrió en los años 60. Mafalda, la tira cómica de Quino, ponía en escena parte de sus aspiraciones: la compra de una casa, un carro, aunque sea modesto, y el consumo cultural. "La decadencia de esa ilusión", dice Adamovsky, comienza a partir de 1975, tras la brutal devaluación del tercer Gobierno peronista.

La última dictadura militar (1976-83) y los sucesivos colapsos económicos degradaron sostenidamente la fortaleza de ese sector que, por sus características, parecía diferenciar a Argentina de sus vecinos. La caída de la clase media fue un modo de "latinoamericanizarse" . Se constituyó lo que los sociólogos Alberto Minujín y Gabriel Kessler definieron en su libro como 'La nueva pobreza'.

En los 90, la llamada era neoliberal, siete millones de argentinos fueron expulsados de su anterior grupo de pertenencia social. A diferencia de los "pobres estructurales", habían tenido un pasado con más recursos y otros horizontes. El desplome de 2001 agravó la situación. Entre 2004 y 2011, el país recuperó su senda de crecimiento económico y la clase media volvió a expandirse. La compra del coche, la educación y la salud privada, el mejor móvil posible y, sobre todo, los viajes al exterior, fueron sus signos de identidad.

Miedo a perder otra vez

La certeza de "ser" de clase media en tiempos de mejoras económicas volvió a reactivar la creencia de un punto equidistante entre ricos y pobres, aunque solo se ganara un poco más de dinero que estos últimos. La última década puso en marcha un nuevo ciclo de erosión que se agravó especialmente en 2018. En la actualidad, casi un 44% de los argentinos son pobres y perciben menos de 300 euros mensuales. Muchos provienen de la clase media y otros tantos temen seguir por la misma senda. La Comisión Económica para América Latina y el Caribe de las Naciones Unidas (CEPAL) ha constatado que para considerarse de clase media, un argentino tiene que percibir ingresos de entre 1,8 y 10 veces por encima de la línea de pobreza. A pesar de los tropiezos y hundimientos, gran parte de los ciudadanos no se reconoce en esa situación, según una reciente encuesta del Observatorio de Psicología Social Aplicada de la Universidad de Buenos Aires. 

En la actualidad, un 40% de los argentinos forman parte de la economía informal. El 62% de las personas que recuperaron un empleo lo hicieron en el llamado "mercado negro". Las autoridades económicas son conscientes del impacto que eso tiene para generar una reducción del déficit fiscal, una de las exigencias del Fondo Monetario Internacional (FMI) en el marco de las complejas negociaciones con el Gobierno.

La caída de los ingresos fiscales afecta al sistema de pensiones, que representan el 40% del gasto público, pero también a las políticas estatales que se nutren de la recaudación impositiva, en sus diferentes niveles, entre ellos los sistemas de salud y educación. De hecho, el proyecto de Presupuesto 2022, que todavía no ha podido debatirse en el Parlamento, contiene un ajuste del 6,2% en la inversión que la Nación hace en el capítulo educativo. Se trata de la inversión más baja para el área desde 2015. A pesar de la pandemia y de los esfuerzos estatales para enfrentar el covid-19, los gastos contemplados para la salud también son menores en este presente año.