Joe Biden y Xi Jinping no hablaban desde la víspera del año nuevo chino, con el primero aún acomodándose en la Casa Blanca y una urgente agenda interna. Lo han vuelto a hacer siete meses después a petición de Biden, desesperado por la ausencia de avances de sus subalternos. Fueron sonados los reproches de aquella cumbre de marzo en Washington entre Wang Yi y Antony Blinken -los máximos representantes diplomáticos- y tampoco Pekín y Washington se han puesto de acuerdo en las últimas semanas sobre la estrategia en Afganistán

El contexto, pues, exigía más compromisos de entendimiento para frenar el deterioro que resoluciones concretas. Las versiones publicadas por la Casa Blanca y la prensa china sobre la hora y media de charla coinciden en las gaseosas declaraciones. Lo más combativo que se desprende de la segunda es la acusación de Xi a Biden de enturbiar el ambiente con sus políticas hacia China. El resto ha discurrido por caminos trillados: mantener las buenas relaciones bilaterales es un deber mutuo que afecta no sólo a sus países sino al futuro y el destino y el mundo, la colaboración es urgente para solucionar los retos que afronta el planeta… Tampoco ha faltado el recurso del poemario clásico chino: “Las montañas y los ríos pueden tapar el camino pero otro pueblo surgirá entre los sauces y las flores frescas”. La conversación ha sido “sincera, profunda y extensa”, ha descrito la prensa china.

La salida de EE UU de Kabul puede ensanchar el poder de China en la región. REUTERS

Acercamientos y dvisiones

Biden, por su parte, ha subrayado la necesidad de que la rivalidad no desemboque en conflicto. Es un propósito realista porque hace años que Washington dejó de preguntarse si China era un aliado o un rival y ahora, resuelta la duda, urge minimizar los riesgos. La Casa Blanca reveló que hablaron de “aquellas áreas en las que nuestros intereses convergen y de aquellas otras en las que los intereses, valores y perspectivas divergen”. Las primeras incluyen la lucha contra el coronavirus, el calentamiento global y el terrorismo. La salida de la Casa Blanca de Donald Trump, atareado en sus últimos meses en pisarle todos los callos a China, posibilita la colaboración. Las segundas incluyen clásicos como Hong Kong y Taiwán y nuevos frentes como Xinjiang: atañe a derechos humanos, señala Washington, y son asuntos incondicionalmente propios, responde Pekín.  

Afganistán ha sido la última piedra en el zapato. China lamentó que Estados Unidos sacara a sus tropas después de haber creado el problema y dejara su gestión al vecindario. El ministerio de Exteriores acusó a Washington esta semana de “haber creado el caos” y causado “un daño serio en el pueblo afgano”. También ha desilusionado a Pekín que Biden no finiquitara la guerra comercial emprendida por su predecesor ni que aliviara su atosigante presencia militar en el Mar del Sur de China.  

El desarrollo de las relaciones bilaterales no ha sorprendido a China, que asumió años atrás que la hostilidad había llegado para quedarse y que de Biden sólo podía esperar unas formas más diplomáticas que las de Trump. Su último plan quinquenal enfatiza el consumo interno y la autosuficiencia tecnológica para blindarse contra los futuros embates