Caía la noche en Washington, una noche gélida en un país todavía estupefacto por las imágenes vividas un rato antes, cuando una turba de cientos de seguidores del presidente Donald Trump asaltó el Capitolio para tratar de impedir que las dos cámaras del Congreso reunidas en su interior certificaran la victoria de Joe Biden en las elecciones de noviembre. El gran altar de la democracia estadounidense acababa de ser profanado.

Los medios y los políticos hablaban de insurrección. Y volaban las críticas al instigador de la violencia, un Trump que poco antes había pedido a los suyos que marcharan hasta el Capitolio tras afirmar que nunca reconocerá su derrota. Pero entre los asaltantes se respiraba el júbilo tóxico de la victoria. “No somos vándalos ni terroristas, estamos defendiendo la democracia”, decía uno de ellos.

Para entonces el Capitolio había sido ya desalojado, tras horas de terror y caos que obligaron a sus señorías a esconderse bajo sus pupitres mientras la policía levantaba improvisadas barricadas ante las puertas de las dos cámaras. La sesión quedó suspendida temporalmente y los asaltantes se paseaban por los pasillos regios del edificio con banderas confederadas. Hubo cuatro muertos.

“Entramos a las bravas tras forcejear con la policía en las puertas del Capitolio. Nos tiraron gas lacrimógeno, pero no les sirvió de nada”, contaba H. G., un veinteañero llegado desde Boston, profesor de meditación y vestido con una camiseta de I love Trump.

H. L. no sabe si el asalto se planeó de forma premeditada, aunque escuchó a varios grupos hablando del tema durante los primeros compases de la manifestación convocada por el trumpismo para protestar contra el desacreditado fraude electoral.

Sensación de poder

“Yo no lo llamaría insurrección porque no hubo intención de tomar el poder, pero es cierto que ahí dentro nos sentimos muy poderosos”, relata a este diario. No solo entraron por las puertas. Otros reventaron las ventanas y se liaron a puñetazos con los agentes. Las bombas de humo resonaron en el edificio, pero inexplicablemente la policía se vio superada.

“No es solo que nos hayan robado las elecciones, es que no queremos vivir en un país gobernado por Biden”, decía A. G., un soldador de 25 años llegado desde Nueva Orleans que participó en el asalto. Uno de sus amigos se hizo una foto en el despacho de Nancy Pelosi. Otro robó una bandera. Entre el trumpismo, las conspiraciones son moneda común. Parte del país ha abrazado la realidad paralela creada por el presidente, que ha amplificado toda clase de disparatados delirios en su interés.

Y muchos decían que Biden es un espía a sueldo de China o uno de los miembros junto a los Clinton, los Obama o la mitad de los actores de Hollywood de esa fantasiosa conspiración promovida por QAnon, que les acusa de formar parte de una secta satánica que secuestra a niños para beberse su sangre.

“La gente está furiosa y asustada por lo que pueda hacer Biden”, decía J. D. “Somos muchos los que pensamos que una guerra civil es necesaria. Nuestro Gobierno se ha corrompido hasta la médula y ha sido infiltrado por espías chinos. Es necesario rehacerlo”, añadió este publicista de 38 años.

No parecía haber miedo entre los asaltantes. No hubo arrestos visibles fuera del edificio y quienes entraron se pasearon a sus anchas hasta que policía, militares y FBI se decidieron a alejarlos.

“Os queremos”

Poco antes Trump les había dado una palmada en la espalda. Forzado por sus asesores a intervenir, así como por un Biden que definió lo ocurrido como “un asalto sin precedentes a la democracia estadounidense”, acabó grabando un vídeo brevísimo, en el que repitió la falacia del fraude y les pidió a los suyos que se fueran “en paz a casa”. “Os queremos”, le dijo a modo de despedida a la turba que irrumpió en el Capitolio, algo que no sucedía desde que las tropas británicas quemaran el edificio en 1814, con ambos países en guerra.

Horas después del pandemonio, se reanudó la sesión en el Congreso para certificar la victoria de Biden, no sin las objeciones de decenas de republicanos, cómplices de las muchas embestidas del presidente contra la democracia.

Fuera del Capitolio, los agentes consiguieron desalojar a los pocos manifestantes que quedaban en sus alrededores bien entrada la noche. Lo hicieron sin apenas resistencia, pero con un mensaje muy ilustrativo que una mujer escupía desde un megáfono: “Malditos traidores, volveremos”.