Desde hace más de 200 años, desde aquel 4 de julio de 1776 en que se emitió la Declaración de Independencia que dio paso 11 años más tarde a la Constitución federal más antigua del mundo, Estados Unidos pasa por ser la gran democracia de Occidente, la gran valedora del poder emanado del pueblo que ni la legalidad, la igualdad y la fraternidad de la Revolución Francesa han podido descabalgar como símbolo universal de las libertades en pos de la creación de la nación de naciones y el cuento ese del país de las oportunidades.

Sin embargo, resulta difícil razonar que el mismo estado federal que vota mediante elección directa a sus jueces, a sus fiscales y hasta al sheriff del condado, no haya sido capaz durante dos siglos de modificar su constitución para impedir que 400 millones de armas de fuego apunten sus cañones de este a oeste del país, mantenga un sistema electoral que dificulta enormemente el derecho al voto o que el recuento no se produzca en tiempo real como ocurre, por ejemplo, en una democracia tan joven como la española, eternamente cuestionada por nuestros compatriotas con ese arte que tenemos en la piel de toro por criticar la película cuando llegan los anuncios. Los resultados electorales definitivos de Estados Unidos no se conocerán hasta dentro de unos días, lo que me lleva a concluir que quizá no sea un sistema democrático tan perfecto como creen los propios norteamericanos y buena parte del mundo occidental.

Que en Europa se haya extendido la idea de que es un país raro no sirve de excusa. Cuando hablamos de Estados Unidos, en España nos aferramos casi siempre al mismo argumento, ese que da como hecho probado que los estadounidenses no saben ubicar nuestro país en el mapa. Pobres ignorantes, les despreciamos. Pero nuestros adolescentes no saben utilizar un teléfono analógico y ello no nos convierte en los parias de Occidente. Una encuesta reciente concluye que los jóvenes españoles no saben muy bien qué era ETA, lo que no es para estar orgullosos, pero tampoco debe desacreditarnos como nación. Después de todo, yo no sabría ubicar Ohio en un mapa a las primeras de cambio. Con todo, parece haber cierta unanimidad en el hecho de que la democracia estadounidense no se ajusta en modo alguno a los criterios de la antigua Grecia como nos quieren vender y que un "quítame allá una bandera en el porche" tampoco es sinónimo de unidad nacional. Y en España de banderas sabemos un rato.

Dicho todo lo cual, sorprende encontrarse ante una nación con no pocas contradicciones que llega a estos comicios en plena transición hacia el evidente sorpasso sociológico sobre generaciones anteriores de norteamericanos. Recuerdo que hace unas décadas, hubo un candidato demócrata felizmente casado a ojos del electorado, que no pasó de los primeros caucus al filtrarse unas fotos donde posaba con su secretaria sentada sobre sus rodillas. Si era capaz de engañar a su mujer, argüían los analistas, era capaz de engañar al pueblo americano. Y sobre ese análisis tan sencillo se basamentó el fin de su, hasta entonces, exitosa carrera política. Atrás quedaban las veleidades de los Kennedy. Tolerancia cero.

Con la victoria de Donald Trump hace cuatro años, los votantes demostraron que habían superado las debilidades asociadas a la bragueta. La victoria de Trump pulverizó cualquier tipo de análisis previo cocinado en Harvard y cuatro años de mandato deberían ser suficientes para convencerse de que una administración en manos del empresario negacionista e histriónico es más que suficiente por el bien de la humanidad.

A falta de resultados, las encuestas auguran que no está tan claro, y ahora sabemos que presentar contra Donald Trump a un candidato que está a tres años de cumplir 80 años y que despierta la misma ilusión que una alcayata, quizá no fuera la mejor idea para derrotar al paradigma de la altisonancia y de la fata de liderazgo internacional. Tantas veces puesto como ejemplo, cada vez estoy más convencido de que Estados Unidos es un modelo democrático ya superado y de que los valores de la vieja Europa, por muy decadentes que puedan parecernos, continúan siendo válidos en este primer cuarto del siglo XXI.