Su primera candidatura a la presidencia, allá por 1988, acabó en bochorno: tuvo que abandonar después de que se descubriera que había plagiado el discurso de un líder laborista británico. La segunda, en 2008, murió también a las primeras de cambio, tras quedar quinto en Iowa, el estado que abre las primarias. Pero la tercera intentona ha acabado finamente colmando sus sueños. Joe Biden ha sido nominado formalmente esta madrugada como candidato demócrata a la Casa Blanca, un trámite que celebró con globos y música de Kool & The Gang en la biblioteca del colegio donde su esposa comenzó a trabajar de profesora. Su coronación fue el momento cumbre de la segunda jornada de esta extraña Convención virtual, de la que transpiró un intenso a aroma a naftalina.

De ganar las elecciones en noviembre, Biden será el presidente más anciano en jurar nunca el cargo con 78 años. Pero esa percepción no solo se deriva de la edad del candidato, sino de los principales cabezas de cartel que tomaron la palabra el martes, una suerte de consejo de sabios que en gran medida han dejado de ser relevantes en un partido que pide paso para una nueva generación de líderes, más diversa y asomada al futuro, como se vio en las pasadas primarias. Por la pantalla desfilaron expresidentes como Jimmy Carter (95 años) y Bill Clinton (74), el jefe del partido en el Senado, Chuck Schumer (69) o el ex secretario de Estado, John Kerry (76). Su protagonismo acabó ofuscando las voces de Alexandria Ocasio-Cortez, a la que solo se concedieron 60 segundos, o el discurso que se reserva para la estrella ascendente del partido.

Fue ese 'keynote address' el que lanzó la carrera de Barack Obama en 2004 o puso al latino Julián Castro en órbita en 2012, pero esta vez el partido optó por juntar en un mismo discurso a 17 de sus promesas, un guirigay que hizo que se perdiera el mensaje y el atractivo de los ponentes. Tampoco Ocasio-Cortez pudo capturar el momento como se esperaba. No solo por la brevedad del telegrama, sino porque se le asignó la responsabilidad de nominar a Bernie Sanders antes de que comenzara el recuento de delegados que acabó formalizando la conocida victoria de Biden. La jovencísima congresista neoyorkina ensalzó el "movimiento" creado por su mentor, "una campaña histórica y de base para reclamar nuestra democracia" y "reparar las heridas de la injusticia racial, la colonización, la misoginia y la homofobia".

Quizás demasiado críptico cuando se trataba de seducir a la audiencia. Poco después en Twitter, cuando le llovían las acusaciones de deslealtad, explicó que había cumplido con el papel que le asignó la Convención y para disipar dudas extendió sus "más profundas felicitaciones. "Tenemos que ganar en noviembre", dijo la socialista.

La noche también se dedicó a humanizar al candidato, a pesar de que es posiblemente el que más humanidad desborda de los últimos años. Y también el más conocido, tras casi medio siglo en primera línea de la política. Un hombre con raíces en la clase media, originario de un pueblo industrial de Pensilvania, que ha tenido que sobreponerse a grandes tragedias familiares, como la muerte de su primera mujer y su hija en un accidente de tráfico, una historia con enorme resonancia en estos tiempos de crisis económica y debacle sanitaria. Biden es empatía, como se subrayó una y otra vez, la virtud que más se echa de menos ahora en la Casa Blanca.

"Joe tiene la experiencia, el carácter y la decencia para unirnos y devolver la grandeza a EE UU", dijo el expresidente Carter. Clinton prefirió contrastar su carácter con el de Donald Trump, al que presentó como un incompetente que se pasa el día viendo la televisión e insultando a la gente en Twitter, un 'bully' que nunca acepta su responsabilidad. "Nuestro partido ofrece una alternativa muy diferente: un presidente dedicado al trabajo, con los pies en la tierra y resolutivo. Un hombre con una misión: asumir las responsabilidades, en lugar de desviar las culpas". El padre de la 'tercera vía' no ha perdido su oratoria ni su carisma. Los libros de historia siguen considerándolo un gran presidente, pero este ya no es su partido. Ha virado a la izquierda, una circunstancia que unida a la irrupción del #MeToo, le han convertido en persona non-grata para un sector del electorado demócrata.

Aunque esta vez se entró con algo más de profundidad en el programa de Biden, volvió a quedar claro que estas elecciones son poco más que un referéndum sobre Trump. Varios ex altos cargos de Defensa, incluido el republicano Colin Powell, definieron al presidente como "una amenaza para la seguridad nacional", invocando sus peligrosas amistades con los peores autócratas y dictadores del planeta. Pero quizá la impugnación más afilada provino de Sally Yates, la fiscal general interina a la que Trump despidió por negarse a implementar su veto a la inmigración musulmana. "Desde que llegó al poder, ha utilizado su posición para beneficiarse a sí mismo en lugar de al país. Ha pisoteado la ley y ha convertido al Departamento de Justicia en un arma para atacar a sus enemigos y proteger a sus amigos".

El broche final lo puso la esposa del candidato, Jill Biden, una profesora afable y dedicada, como demuestra que siguiera dando clases de inglés cuando su marido fue vicepresidente. Biden habló de la "fe incorruptible" de su marido, de sus valores familiares o de su "imparable fuerza de voluntad", con las que se sobrepuso a aquel fatídico accidente. Pero sobre todo trató de acercarse a los millones de ciudadanos aquellos que están sufriendo por la pandemia y sus derivadas. "Como madre, como abuela y como estadounidense estoy desolada por la magnitud de vuestra pérdida". Al final del discurso el candidato la abrazó. "Es el amor de mi vida y la roca que sustenta nuestra familia", dijo mirando a la cámara.