Los asesores de campaña de Donald Trump sostienen que la gestión del coronavirus le puede reportar otros cuatro años en la Casa Blanca. En enero, la misión parecía, sin embargo, más fácil que en estos momentos en que los sondeos arrojan incógnitas y la situación del país no es la más halagüeña. Brad Parscale, su jefe electoral, considera que las encuestas en general tienen un valor dudoso, cuenta Robert Draper en The New York Times.

China había estado luchando públicamente contra el nuevo coronavirus durante casi un mes. Entonces, se confirmó el primer caso oficial de COVID-19 en los Estados Unidos: un hombre de 35 años en el estado de Washington, que había regresado de Wuhan de visitar a unos familiares. El 31 de enero, después de que casi 400.000 pasajeros hubiesen aterrizado en vuelos directos de China desde que el brote se dio a conocer, Trump anunciaba la prohibición de entrada a cualquier viajero (con algunas excepciones, incluidos los estadounidenses y sus familias), una medida que entró en vigor en las siguientes 48 horas. En las semanas que vinieron a continuación la pandemia barrió al país. A finales de marzo, el número de muertos por COVID-19 superaba los 4.000, con casos en todos los estados, rojos y azules, por igual, escribe Draper. Las víctimas mortales son ahora cerca de 55.000, una cifra asombrosa. Casi 27 millones de personas han perdido, además, su empleo. Los logros durante la presidencia de Trump se han evaporado.

La administración estadounidense permaneció en buena medida paralizada o mostrando una actitud negacionista a lo largo de febrero hasta mediados de marzo, momento en que el Presidente pareció titubear entre la necesidad de una respuesta contundente y el temor de que ello influyese negativamente en su reelección. Culpó, utilizando diversas estratagemas, a los gobernadores demócratas por el uso de los ventiladores, a los hospitales por malgastar el equipo de protección y a los medios de comunicación por todo lo demás. "Su petulancia, obsesión con las calificaciones, desconfianza hacia los expertos, obsesión por las teorías conspirativas y preferencia por las mentiras egoístas sobre las verdades incómodas contrastan claramente con la forma en que se comportaron sus dos predecesores inmediatos en la Casa Blanca, Barack Obama y George W. Bush, tras la crisis financiera de 2008 y el atentado del 11 de septiembre", cuenta Robert Draper. Aunque lo del último no está tan claro como lo percibe ahora el periodista del "Times".

Trump se ha declarado a sí mismo un "presidente en tiempos de guerra" que lucha contra un "enemigo invisible", lenguaje que también ha utilizado aquí Pedro Sánchez e inicialmente Macron, en Francia. Ello sugiere la esperanza de poder beneficiarse del sentido compartido de la nación en toda batalla. "La pregunta es si los votantes lo verán de esa manera o si lo juzgarán desaparecido en combate".

La promoción de un presidente ante los electores en tales circunstancias no tiene precedentes en la historia de la política estadounidense. Herbert Hoover tuvo tres años para tratar de convencer al electorado de que la Gran Depresión fue consecuencia de la Primera Guerra Mundial, que su administración había evitado la catástrofe y que su oponente demócrata, Franklin Roosevelt, marcaría el comienzo de una devastadora expansión del poder federal. Y falló. Parscale habrá tenido ocho meses para persuadir a los votantes de que el eslogan oficial de la campaña de Trump, "Keep America Great Again" ("Haz América grande de nuevo"), refleja con precisión el estado del país que están viendo con sus propios ojos los americanos. Es la diferencia.

Los brotes iniciales de coronavirus en las costas Este y Oeste surgieron aproximadamente a la vez. Pero el peligro se comunicó de manera muy distinta, cuenta Charles Duhigg en el "New Yorker", acerca de la importancia de transmitir como es debido. La epidemiología es una ciencia de posibilidades y persuasión, no de certezas o pruebas contundentes. Y cita al epidemiólogo escocés John Cowden: "Tener la razón aproximadamente la mayor parte del tiempo es mejor que tener la razón de vez en cuando". Los epidemiólogos deben persuadir a las personas de que cambien sus vidas, que renuncien a viajar y a sus relaciones sociales, a someterse a extracciones de sangre y vacunas, incluso cuando hay poca evidencia de que estén directamente en riesgo.

Los epidemiólogos también deben aprender a mantener la capacidad de persuasión incluso cuando sus consejos varían. "No es necesario usar mascarillas", "la inmunidad impide a los niños enfermar gravemente" son mensajes que cambian a medida que se van descartando las hipótesis, se producen nuevos experimentos y el virus muta. El manual de epidemiología de campo CDC, que dedica un capítulo completo a la comunicación durante una emergencia de salud, indica que debe haber un portavoz principal a quien el público conozca: la familiaridad genera confianza. El portavoz debe tener, además, un objetivo que debe repetirse al principio y al final de cualquier intervención, algo que sirva para enfatizar lo que se pretende resaltar. Debe "reconocer las preocupaciones y expresar la comprensión de cómo se sienten los enfermos". Ese gesto de empatía establece un terreno común con ciudadanos asustados y confusos que, debido a su desconfianza, pueden correr el mayor riesgo de transmisión. El comunicador debe hacer esfuerzos especiales para explicar tanto lo que se sabe como lo que se desconoce. La transparencia es esencial y los funcionarios no deben "tranquilizar ni prometer demasiado". Está claro que no todos han leído el manual, o bien por el contrario pocos han hecho caso.