EL MIÉRCOLES había prisa. Había ansia viva en el personal. Noto al personal con prisas. Toca la pita, arremete en las calles y hay mal humor acumulado. Vamos quemando etapas malamente. Desde las campanas que delimitan dígitos de años a otros, nos come el hábito de pasar etapas como bólidos: del carnaval a la semana santa, de la semana santa al verano y, otra vez, a la Navidad.

Ciclo infernal este. Hasta los niños, cosa que antes no se estilaba, tienen noción de que esto de nuestro tiempo se va como chasquido de dedos. Tenemos urgencia. Si vamos al Sur para pasar unos días de descanso (¿?), nos devoran las circunstancias: hay que ir deprisa, en un suspiro al hotel, al apartamento, a la caravana,... Coger rápido los bártulos, apretar el acelerador. Llegar como guepardos a destino; prepararse vertiginosamente, perfumarse y todo el etcétera bobo del mundo para tomarnos unas cervezas y unos pinchos vistos y no vistos. Para volver mañana.

Conversaciones frugales, raquíticas, supersónicas, sin contenido. Si tenemos una vejiga bajo la lengua vamos a urgencias. Las urgencias médicas están llenas de gente a la que le pica un medusa, a la que le ha salido un juanete, a la que no sabe lo que le pasa tras haberse pegado una buena melopea. Hay ansiedad para curarse rápido, antes que nada y nadie.

Es urgente resolver chorradas; se pierde el culo para ir a carefú porque es indispensable un cortauñas.

Apenas se vislumbra a los que mastican el tiempo con parsimonia, a los que toman el aroma a las horas, esas que ya no van a volver. A los que se recrean con el ejercicio de la "anti-velocidad". ¡Qué tiempos, cuando el tiempo pasaba despacito, despacito!

¡Ño, deja ver si termino esto rápido, que me esperan!