ADMITO que de lo único que tendría ganas esta tarde es de hablar de las blancas playas de Punta Cana, de sus aguas cristalinas. De su aberrante pobreza, de los niños pidiendo por las calles, de quienes se ganan la vida con el regateo de las baratijas. Admito que creo en el síndrome postvacacional, ese que se han debido inventar los psicólogos. Pero cómo pesa a quienes vivimos en el rico occidente. Supongo que en República Dominicana basta con sobrevivir cada día. Cómo podría saberlo yo, que sólo he pasado allí una semana viviendo las mieles que el país tiene reservadas a los turistas. Admito que, estando allí, en algún momento pensé en que yo mismo me cogería manía si fuera un habitante de La Española. En cualquier caso, cómo pesa el síndrome postvacacional.

El caso es que la primera llamada del día fue la tuya. Para saber qué tal, para contarme, para preguntarme. Admito que tienes archivado en tu mente cada tono de mi voz, cada tristeza y cada alegría. Así que la primera llamada fue la tuya. Al fin y al cabo, ¿cuántos años que nos conocemos? Veintinueve, sí. Son veintinueve. Como para acordarse. En realidad eres casi la persona que ha vivido junto a mí y todas y cada una de las etapas, de las fases.

Hemos sido amigos y enemigos a la vez. La adolescencia, cuando no podíamos comprender quién era el otro. No sé lo que pasó después. Qué extraño asunto surgió para que de pronto nos conociéramos de nuevo. Qué fue lo que ha hecho que, al volver de Punta Cana, esta misma mañana, fuera tuya la primera llamada.

Supongo que estamos hechos de la misma pasta. Que algo más allá, intangible, nos mantiene unidos en un lazo afectivo imborrable, aunque se nos hiciera irreconocible a plazos. Y por todo ello admito que hoy me sentí feliz.

*Jefe de Sección de EL DÍA