ESTE suceso tuvo lugar en el mismo período de tiempo (1962-63) sin poder precisar más. Solo sé que en verano y sábado noche. Serían las doce de esa aciaga noche; había un hombre joven, padre de familia y que se ganaba el sustento con un viejo coche en la venta a domicilio y cuya esposa esperaba un hijo. Si este caso hubiera ocurrido hoy, hubiese llenado páginas enteras de todos los rotativos del mundo y las pantallas de televisión y emisoras de radio.

A las doce en punto de la noche, esa hora en la que dicen aparecer las brujas, se oyó un porrazo en la puerta de mi domicilio. "¡Abran a la Guardia Civil!", y allí estaban cuatro números de la Benemérita, dos de la Villa de Adeje y otros dos de Arona. Justo en la entrada y en el quicio estaban los guardias de Adeje, y uno de ellos, el que parecía más listo, increpaba al otro que parecía un robotizado: "¿No ves lo que has hecho?". Como nota curiosa, la Guardia Civil con el herido llegó a mi consulta con el coche del siniestrado, conducido por uno de los guardias de Arona y que, según manifestó, no tenía permiso de conducir.

El hombre, joven, presentaba una herida por arma de fuego con orificio de entrada por el músculo deltoides del lado derecho y orificio de salida por el extremo inferior del hueso de la escápula de su hemitórax izquierdo. Su hemorragia era enorme y estaba en estado agónico y solo pedía agua. En un santiamén los tres médicos ejercientes en la localidad llegaron casi al mismo tiempo. El doctor Calamita González, mi jefe; el doctor Buenaventura Ordóñez Vellar, médico de la Seguridad Social, y mi amigo y compañero de Facultad en Salamanca el doctor Juan Bethencourt Fumero. Los tres, de grato recuerdo, ya no están entre nosotros. Hasta 1967 no pude yo fundar la Cruz Roja local ni había autovía en el sur, por lo que la evacuación se realizó en un cochambroso Land-Rover con una vieja colchoneta como camilla. Carretera adelante y un cadáver más a la puerta del Hospital Civil. Según pude saber, el guardia civil de Adeje al que yo "bauticé" como robot, fue expedientado, se incó el sumario correspondiente e ingresó, según me dijeron, en el castillo de San Joaquín, en la prisión militar de La Cuesta.

Cuando yo escribí mi primer libro titulado "40 años de medicina rural en Arona" redacté un capítulo titulado "Homicidio por imprudencia", pero recuerdo que en el Centro de la Cultura Popular Canaria, en su sede de La Laguna, decidí no hacerlo. No era el momento político más adecuado para escribir este hecho real como la vida misma. La esposa del finado tuvo un hijo póstumo y, según me dijeron, en su día abonaron a la pobre viuda unas cantidades de los Ministerios del Ejército y de Gobernación de los que dependía la Guardia Civil. Como es debido, todo estos hechos estarán en los archivos de la Guardia Civil y del Juzgado de Instrucción de Granadilla. El año 1973, en mi primera visita a la ciudad de Barcelona, al visitar el Tibidabo, vi al guardia acusado con los galones de sargento.

Estuve a punto de hablarle y, sobre todo, recordarle, pero en ese año 1963, las libertades aún no habían sido devueltas al pueblo soberano. Y, como final, yo, que nací con el mar enfrente y he vivido muchos años frente a la playa de Los Cristianos, puedo asegurar que cuando el viento discurre del mar hacia la tierra y alguien grita a tu lado es imposible oír las voces. Y eso pasó la noche de autos, cuando los guardias de Adeje gritaron: "¡Alto a la Guardia Civil!" y los pobres pescadores aficionados no cejaron en su labor de pescar algo con una pequeña red que ellos llaman trasmallo. ¿Qué hacían esa noche los guardias en la playa de La Carnada? Seguramente esperaban algún alijo de tabaco rubio, por ejemplo. Se precipitaron y ahí está el resultado.

A los pocos días del suceso recibí una carta-orden del Juzgado de Instrucción de Granadilla de Abona, en la que me decía que tomase una declaración a Benigno, el zapatero del Valle de San Lorenzo y testigo de aquella trágica noche. Debía preguntarle cuántos cartuchos del fusil creyó él haber escuchado aquella noche y cuantas preguntas considerase yo necesarias. A lo primero respondió que de seis a siete disparos, teniendo en cuenta que cada cargador del "Mauser" contiene cinco cartuchos. Fueron dos los que dispararon sus armas. Como quiera que los casquillos no se recogieron ni se supo qué bala hirió de muerte al joven en aquella aciaga noche, los fusiles no fueron examinados; nunca se pudo saber qué bala y qué fusil ocasionaron la muerte.

La otra pregunta que me ofreció el juez fue clave, pero, a pesar de presumir de buena memoria, me ha sido imposible recordarla. De veras que lo lamento.