1.- Venir a Florencia y no visitar el David es un pecado. Para ello hube de soportar el recorrido, a pie, de calles y calles, porque me había propuesto caminar -por eso del azúcar- ; y también que en cada esquina o un negro o un hindú me preguntara si quería comprar un paraguas, a pesar de que era evidente que llevaba uno. No sé si me vieron cara de que yo uso dos paraguas, por mi estructura corporal, o si es que los vendedores de paraguas son imbéciles de toda imbecilidad. Pues sorteando a estos molestos vendedores llegué al Museo de la Academia de Bellas Artes de Florencia, donde se alza el David de Miguel Ángel, el original, el magnífico. Este debió de ser el primer metrosexual de la historia. Seis euros y medio la entrada, pero el espectáculo es impresionante. Yo no conocía Florencia porque una vez que tuve la oportunidad de venir aquí, desde Roma, me dejé dormir porque me recogían muy temprano. Así que estamos disfrutando aquí de todo lo que se ve por primera vez. Y, la nota romántica: en un rinconcito del museo hay una pequeña estatua, blanca, de Daphne y Cloe, de un autor que no recuerdo; y lo siento.

2.- Camino por Florencia, que es acaso la ciudad más rica en arte del mundo. Hay mucha gente joven americana estudiando aquí. Una estudiante de esta nacionalidad hacía un boceto magnífico del David, sin esforzarse lo más mínimo. Y unos cuantos gays, delatados por sus bufandas y paraguas multicolores, es decir gays que gustan de exhibir su condición, hacían comentarios elogiosos de la obra de Miguel Ángel. Y cualquiera no, es una escultura de trascendencia universal. No le falta sino hablar a este pequeño gigante que mató a un gran gigante llamado Goliat, a quien -que yo sepa- Miguel Ángel no le hizo puto caso.

3.- Hacía tiempo que no escribía una crónica de viaje, porque ya casi no salgo. Con los años me ha llegado la afición a moverme lo menos posible. Yo he hecho mi vida al revés: pasé de tener posibles a no tenerlos, así que me quiten lo bailado, pero ya no bailo. Entré en la iglesia de Santa María del Fiore, en la plaza del Duomo, y tuve la suerte de escuchar un pequeño concierto de alguien que probablemente afinaba el órgano. Dios, qué sonido. El mármol de la Toscana, mojado por la lluvia, daba al conjunto monumental un aspecto grandioso. Permanecí varios minutos admirando la cúpula, pero no subí para gozar más con ella. Ya no está uno para excursiones de vía estrecha. La sombra del Giotto está presente en todo este conjunto monumental, realmente indescriptible.

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