Considerado el máximo emblema del folclore argentino, Atahualpa Yupanqui (1908-1992) hubiera cumplido hoy 110 años, y ahora, un cuarto de siglo después del final de su intensa vida, su trascendental obra humanística sigue siendo, según dice su único hijo vivo, una "antorcha" para el mundo.

"Siempre fue un pensador de la vida, reflexionó sobre la existencia y lo que hizo fue expresarlo en canciones, en coplas, en poemas y versos", explica Roberto Chavero junto a la multitud de objetos que integran una muestra en Buenos Aires destinada a homenajear la prolífica carrera de su padre, con quien comparte no solo apellido, sino también nombre.

Sin embargo, ya desde bien joven, el poeta, compositor, cantante y guitarrista optó por utilizar el nombre con el que recorrió el mundo y recibió las múltiples distinciones que le convirtieron en mito: Atahualpa, en referencia al cacique inca, y Yupanqui, que en quechua es quien llega de tierras lejanas para narrar algo.

"Toda su vida fue un aprendizaje. Y todas las dificultades que él tuvo, y jamás se quejó", añade el hijo del artífice de éxitos como "Camino del indio", "Los ejes de mi carreta" y "Luna tucumana".

Nacido en el municipio bonaerense de Pergamino en 1908 e hijo de una española y un ferroviario de origen quechua, la infancia de Yupanqui, siempre rodeada de campo, quedó marcada por el suicidio de su padre cuando él solo tenía 13 años. Casi a la par le fue naciendo el espíritu errante que le acompañó hasta que en 1992 murió en la ciudad francesa de Nimes, poco antes de una actuación.

"Era un aventurero de la vida. Su orfandad de padre lo obliga a empezar a buscar como ganar unos ''pesitos'' tocando la guitarra, como ayudante en una imprenta y como corrector en un diario con 16 años. Su vinculación con las letras es muy temprana a pesar de ser un niño campesino de origen humilde", evoca Chavero.

Y es que nunca faltaron en su casa libros que lo sumergieron en la literatura y el pensamiento: su perfil crítico, la convulsa historia argentina y su afiliación al Partido Comunista le llevaron a ser detenido, torturado y exiliado.

Pero a finales de los 40, el destino quiso que Yupanqui ya no tuviera fronteras. Sumergido en una larga gira por Europa, conoció en París a Edith Piaf, una de las estrellas de la época que quedaron prendadas del músico, quien se definía, según su hijo, como "un cantor de artes olvidadas", que hoy día serían "la reflexión" o el darse tiempo para meditar sobre las cuestiones más profundas.

"Era genuino. Hablaba sobre lo que había vivido, no fantaseaba. Había algo que casi era una obsesión para él, luchar contra su propia vanidad. Nunca se referenciaba a sí mismo, siempre a otros sobre algo que él había vivido", afirma Chavero, convencido de que su padre nunca quiso ser alguien ajeno al pueblo del que provenía.

De Colombia a Japón, Marruecos, Egipto, Israel o Italia, Yupanqui entró en contacto con otras sociedades que reconocieron su "autenticidad" y capacidad de trasladar, a través de sus letras, muchas repletas de idiosincrasia argentina, valores esenciales como el amor por la tierra y la fraternidad humana.

"La tarea del artista es tomar esas expresiones regionales absolutamente enraizadas en ese paisaje para trasladarlo a la comprensión de otros que no conocen eso, pero que pueden apreciar la belleza de ese hecho cultural", añade.

En su opinión, el haber descrito "con amor" a los gitanos de Hungría, a una chica que mataron los nazis en Rumanía, o hablar de las tradiciones japonesas, hace de la suya una obra hoy necesaria, especialmente en Argentina -país muy polarizado- por su capacidad de integrar y unir.

En la vida del músico, Francia caló hondo para siempre. En 1986 fue condecorado como Caballero de la Orden de las Artes y las Letras y Antonietta Paule Pepin-Fitzpatrick fue su segunda y última esposa y coautora de algunas de sus obras.

Nenette, como era conocida, falleció en 1990, lo que no hizo sino empeorar los problemas de salud del ya octogenario Yupanqui.

Las últimas palabras que Roberto recuerda haber cruzado con su padre fueron cuando lo llamó para felicitarlo por un premio.

"Y me dijo ''gracias, hijo, que te vaya bien'', que no lo olvido nunca", subraya Chavero, quien preside la fundación que preserva la obra del folclorista, para que, con su "profundo" contenido humanístico, sirva como "guía y antorcha" para los pueblos.