CORRÍA el año 1496 cuando finaliza la triste conquista de Tenerife, la última de las islas sometida y Tegueste, uno de los últimos Mencey en ser apresado y sacrificado, recorrió campos y barrancos hasta trepar con sus pies descalzos, tan solo protegidos por unos trozos de piel de tripa de carnero, a la cima más alta que encontró, y desde allí con la firmeza de toda su hombría, su espalda tersa de ser que desconoce la maldad, y sus cabellos al aire meciendo las bellas ideas de libertad de su cerebro con las que nació y había vivido hasta aquel día, quiso saber volar como los pájaros para con grandes alas proyectar una oscura sombra sobre su pobre pueblo y de esa forma ayudarles a buscar refugio.

Era el fin de aquel largo periodo de paz donde el hombre conseguía vivir en las alturas, ya que aún considerados por los conquistadores como "infieles" tanto él como toda su buena gente, nunca en generaciones y generaciones posteriores los hombres pudieron estar tan cerca de Dios.

"Cuando el hombre vivía en las alturas" no es una frase buscada con mentalidad poética, es toda una realidad porque en aquellos tiempos de nuestros antepasados, nuestros padres Guanches, la isla de Tenerife, aún sin grandes sobresalientes desde el punto de vista de estructura geográfica, era uno de los lugares con mayor altura y acercamiento a Dios.

Bella isla de cuento, donde nadie codiciaba lo de los demás, donde el respeto mutuo era algo tan común como el aire que hoy día respiramos, donde se amaba, por encima de todo, la tierra en la que se había nacido, un lugar sagrado, por ser regalo de Dios para que vivieran, trabajaran, descansaran y disfrutaran todos los que nacieran en aquel lugar, desde sus padres a ellos y posteriormente sus hijos.

Era como si se desconociera que después de Tenerife pudiera existir algo, por ese motivo cuando un Mencey llegaba a una cima, miraba al horizonte azul de mar tranquilo, sentía la brisa marina en sus fosas nasales, y su mirada se convertía en mirada azul de tanto ver cielo y mar, no podía imaginarse que detrás de esa maravillosa cortina transparente existieran otros pueblos, otras gentes y menos que pudiera existir el mal, el deseo de la codicia, la necesidad de apropiarse de lo que no les perteneciera...

En aquellos tiempos, los nativos de Tenerife eran hombres que vivían en las alturas y por lo tanto más cerca de Dios.

Escritor y periodista