Ayer por la mañana, una sombra amable de un residente teutón se acercó a mí de improviso, y en la soledad del garaje hizo un soberano esfuerzo por pronunciar algunas palabras del vocabulario que ha aprendido en convivencia en estos meses. Con un leve carraspeo expresó: "Feliz Navidad y próspero (esto último le costó mayor esfuerzo vocal) Año Nuevo". Lamentablemente sólo pude mediante gestos hacerle saber lo propio, porque por las respuestas de asentimiento, en apariencia sólo domina el idioma de Goethe. En más de una ocasión he lamentado haberme olvidado del alemán aprendido en mi infancia, junto con otros compañeros que aún siguen dominándolo y pueden entenderse con la selecta colonia de visitantes asiduos que residen en Bajamar casi todo el año, especialmente en los meses que corresponden a su gélido invierno europeo. A sus más de ochenta años cumplidos, mi vecino viste un conjuntado traje de sport tipo "blue jean" y siempre va tocado con una gorra de visera del mismo tejido. Como ario metódico, cada día sale en bañador a las seis y media de la madrugada y se introduce en la entumecida agua de la piscina para dar unas enérgicas brazadas; acto seguido sale de ella y se abriga con un inmaculado albornoz para regresar a su vivienda. Y así todos los días hasta que luego sale a darse unas largas caminatas en compañía de su esposa. A su manera, forma parte de ese grupo de europeos incondicionales que se han asentado en este núcleo norteño, y me consta que muchos de ellos suelen ser docentes (he conocido a más de uno que hablaba algo de español) jubilados de universidades europeas, en donde han ejercido de catedráticos titulares. Y son estos callados y tranquilos sabios los que, alejados temporalmente de sus familias, residen aquí de forma voluntaria hasta el final de sus días, porque, pese a la levedad vital, no les importa vivir un ocaso placentero en condiciones climáticas mucho más óptimas que en su lugar de origen. Si acaso, cuando llega la primavera, se suben al avión para pasar unas semanas con el resto de la familia que han dejado allí, aunque luego vuelven con puntualidad germánica a su ciclo y a sus costumbres, cuando una vez sorteado el estío se inician los esbozos del otoño.

No es nada nuevo que la Navidad traiga consigo un tiempo de conciliación y de rememoración de los ritos religiosos de la infancia, cuando las circunstancias económicas se debatían entre la precariedad, la voluntad y la imaginación para fabricar ilusiones casi de la nada. Predominando en ella el espíritu de acercamiento entre familias que a lo largo del año permanecían más ajenas entre sí, luchando por el día a día para abrirse paso hacia un futuro imprevisible. Y como es habitual, el núcleo familiar suele estar consolidado por los extremos, el patriarcal y más longevo, y el más joven y espontáneo, pero a un tiempo más ingenuo. Creyente acérrimo de estos personajillos que los adultos hemos inventado un estímulo a su progresiva imaginación; en la mía, permítaseme la licencia, revivo una enorme cabeza de caballo de Troya, que asomaba por los pies de mi cuna, cuando aún esta me quedaba lo suficiente grande para dormir cómodo. Después recuerdo compartir los gestos de los mayores que esperaban ansiosos nuestras expresiones de alegría, ya más espabilados, para darnos cuenta de que el novelero de Papá Noél y más tarde los Magos de Oriente ya habían pasado por la habitación. En fin, toda una conclusión mágica esperada durante todo el año, para culminarla en la cercana calle, en medio de una barahúnda de pitos, cornetas y tambores. Todo ello antes de iniciar la peregrinación por las casas de los familiares y seguir recogiendo la cosecha juguetera, que no tardaría en ir a parar al cajón de los desechos para reciclar, porque el consumo y los endebles materiales de los juguetes tenían que cumplir su ciclo de agotamiento hasta el año próximo; tal vez con menos inocencia y más sabiduría en esa inevitable escuela de la vida. Una escuela que años después ha experimentado un cambio de papeles, y nos ha relegado al papel secundario de actores de carácter para observar con mal disimulada nostalgia el rasgo perdido de inocencia en un tiempo en que fuimos protagonistas. Es por ello que aún me impresiono cuando veo en esas imágenes de "guasap" el vídeo de un cabeza de familia, que vive en soledad y es rechazado con excusas banales de sus hijos para aceptar el privilegio de una visita en compañía. Y para lograr reunirlos junto a él, traza el plan de su fallecimiento ficticio para reunirlos obligatoriamente en su funeral. Si este es el reflejo de la sociedad actual, desnaturalizada y olvidadiza, prefiero volver, aunque sea por señas, a hacerle compañía al vecino teutón de mi relato, que tiene la suficiente fortaleza para ser autosuficiente y feliz a su manera, en las frías aguas de la piscina, o recorriendo los parajes de esta hermosa isla, porque en el ocaso de su vida ha sabido elegir su forma de existencia y sin esperar nada a cambio. Mi felicitación para todos los que hayan disfrutado de la Nochebuena, y ya de camino a los estertores del viejo año, que sea todo para bien.

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