Como niños en el patio del colegio. Un colegio muy caro que cuesta cada año cientos de miles de millones de euros y pagan cuarenta y cinco millones de sufridos padres y madres contribuyentes. El Gobierno de España ha enviado un requerimiento al de Cataluña para que aclare si el señor Puigdemont declaró o no declaró la independencia durante quince segundos. Porque a los efectos jurídicos es igual un segundo que un siglo. ¿Es que no hay televisiones en Moncloa? Porque si lo vieron habrán escuchado lo mismo que todos. Eso que Antonio Doreste, el presidente del Tribunal Superior de Justicia de Canarias, llamó con (mal) humor "marrullería" jurídica propia de tahúres.

El Gobierno central quiere constancia documental de la enredadera sintáctica en la que Puigdemont se refugió para esquivar los efectos judiciales de su rebelión en la granja. Pero es que además hay otra cuestión malévola. Madrid quiere que el honorable president se moje. Porque si admite que declaró la independencia le va a proporcionar la munición necesaria a Rajoy para que le vuele la cabeza de un cañonazo constitucional de calibre 155. Y si pone que no, va a quedar a la altura del betún con sus colegas independentistas de las CUP, cabreados con Puigdemont después del confuso discurso y la vista y no vista independencia que duró menos que el conejo de un ilusionista en volver a la chistera. Esas CUP que, decepcionadas con el "soberanismo gubernamental", han pedido a Puigdemont, también por carta, que conteste agresivamente proclamando la independencia.

La tentación para la respuesta del Gobierno catalán a Madrid sería un texto en el que dijese una cosa y su contraria. Un constructo metalingüístico que se pasease por todas las levedades inanes de no decir nada. El miedo a la Justicia disfrazado de "oferta de diálogo" y "acto generoso". Unos lo definirían como estrategia prejudicial. Y otros, más llanos, lo llamarían cagalera. En resumen, un poco más de frivolidad, un paso más en el juego del gato y el ratón de una clase política que piensa que las instituciones son un patio de colegio.

Pero lo de Cataluña empieza a oler como las tripas de una caballa puestas al sol. La gente se cansa muy rápidamente de las cosas que más les excitan. Porque estar emocionado agota mucho. Para seguir despertando el interés hay que subir el nivel de adrenalina. Las CUP saben que si permiten que si la causa catalana entre en la vía lenta, si todo se estanca y se dilata en un aburrido tiki-taka institucional, estarán definitivamente perdidos. Después del pinchazo de la confusa declaración de independencia, que ha bajado los ánimos de la hinchada, necesitan urgentemente un chute emocional. Por eso exigen de Puigdemont una respuesta agresiva mientras amenazan con movilizaciones para regresar el control del "procés" a la soberanía de las "milicias civiles" y la sublevación callejera.

Pero Rajoy es un mal enemigo, porque primero tienta diez veces y luego pisa. En la selva de la política el presidente del PP es un "megatherium", un gigantesco perezoso que se mueve a cámara superlenta en un mundo vertiginoso. Por eso sus errores se perpetúan en el tiempo. Y por eso sus decisiones tardan tanto. Porque en la socarronería gallega del presidente los relojes políticos están pintados por Dali y el tiempo se derrite. El maestro de la lentitud quiere dormir el partido y también por eso ha pedido explicaciones por carta.

Los mártires conservadores de la república catalana se acojonaron un poco y eligieron la prudencia. Orquestaron una declaración de independencia tan desleída y confusa porque ahora se trata de evitar a toda costa que Puigdemont y los suyos acaben en el talego. El ala sensata de la antigua Convergencia, hoy PDeCAT, activó el freno de emergencia impulsado por la fuga masiva de sedes de empresas, por la manifestación de españolistas que llenó Barcelona y por el vértigo de unas horas finales donde los extremistas de las CUP estaban marcando el ritmo. Se les estaba yendo de las manos un "procés" que iba a terminar con una república en manos de la izquierda radical. Y así fue que Puigdemont convirtió su máximo momento de gloria política, su triple salto mortal hacia una piscina sin agua, en un pequeño brinco sin salirse del trampolín.

Ahora estamos en una especie de tierra de nadie. Puigdemont no solo ha desobedecido las leyes del Estado español, sino que también se ha saltado las leyes inconstitucionales del Parlamento catalán. Ha conseguido algo extraordinario: hacer creer a los independentistas que no hay república catalana y a los españolistas que sí la hay. Ya es difícil. Esta semana tiene que escribir una carta en la que va a tener una segunda oportunidad de declarar la república independiente de Cataluña -y directo al talego- o de esconderse otra vez entre las brumas de la confusión. Está entre la espada de Madrid y la pared de los independentistas. Y como todo peón, en esta partida elegirán por él: martirio y sacrificio.

Rajoy, cantando aquello de "Margarita se llama mi amor", espera paciente mientras limpia el tubo del calibre 155.