En una entrevista en El País, quince días atrás, Francisco contestaba en relación al debate en España entre religiosidad y laicismo: "Diálogo. Como hermanos, si se animan, o al menos como civilizados. No se insulten. No se condenen antes de dialogar". ¿No habrá que repensar esta cuestión?

La mejor respuesta la encuentro en el libro ¿En qué creen los que no creen?, que recoge un emocionante, respetuoso y ejemplar debate, sostenido mediante cartas trimestrales en la revista italiana Liberal entre 1995 y 1996, entre un representante de la cultura laica, Umberto Eco, y otro de la Iglesia, el cardenal Carlo María Martini. Y sobre ese intercambio epistolar, al final se suman las opiniones de diversos intelectuales italianos.

La parte más jugosa nace de la pregunta del cardenal Martini sobre en qué apoya el obrar ético una persona de pensamiento débil que no puede invocar principios metafísicos o trascendentes, ni tampoco imperativos categóricos universalmente válidos. Pero lo maravilloso de este cuestionamiento es la sincera motivación por la que el cardenal interroga: "Al preguntarme sobre la insuficiencia de unos cimientos puramente humanistas no quisiera turbar la conciencia de nadie, sino únicamente intentar comprender lo que sucede en su interior, a nivel de las razones de fondo, para poder promover así, además, una más intensa colaboración sobre temas éticos entre creyentes y no creyentes".

En respuesta, Eco explica su "religiosidad laica" apoyada en "universales semánticos", es decir, en "nociones elementales comunes a toda la especie humana que puedan ser expresadas por todas las lenguas". De todo ese desarrollo, concluye "que lo que he definido como ética laica es en el fondo una ética natural", porque cuando los demás entran en escena, nace la ética.

Después, aparece un coro de eruditos para comentar este diálogo. Destaco el desencanto de Emanuele Severino, quien constata que la verdad ha sido sustituida por el imperio de la técnica, y esto le parece el ocaso de la buena fe. También, la sinceridad existencial del gran Indro Montanelli, ejemplo de rectitud moral desde una postura agnóstica: "Yo no he vivido la falta de fe con desesperación (...). Si mi destino es cerrar los ojos sin haber sabido de dónde vengo, a dónde voy y qué he venido a hacer aquí, más me valía no haberlos abierto nunca".

Me parece suficiente para mostrar que resulta posible y fecundo un diálogo sincero entre creyentes y no creyentes en la vida social y política contemporánea. Pero requiere altura de miras.

Las personas religiosas han de evitar el exceso de suficiencia al opinar sobre lo que consideran verdadero; hablar de manera contundente, pero sin generosidad para quien no opina lo mismo, produce un discurso cargado de antipatía, de aires de superioridad y de paternalismo infantiloide. Y, muchas veces, se hiere a quien escucha.

Respecto de los no creyentes, resulta fundamental que eviten la rudeza decimonónica de pensar que la religión es irracional y, por tanto, algo que solo puede tener espacio en la esfera privada. Porque admitir que el mundo de lo material agota toda la realidad resulta una creencia tan indemostrable como su contraria. ¿Es tan difícil comprender que las realidades profundas no tienen un criterio de verdad externo equiparable al de objetivación que poseen las simples realidades materiales, y que las experiencias espirituales -también la artística, los valores éticos o los propiamente religiosos- solo son visibles para quien está abierto a ellas, que el amante precede al conocedor, como explicaba Max Scheler?

Qué bien lo refleja el poema de Gastón Baquero: "Viví sesenta años a la orilla de un río / que solo era visible para los nacidos allí. / Las gentes que pasaban hacia la feria del oeste / nos miraban con asombro, porque no comprendían / de dónde sacábamos la humedad de las ropas / y aquellos peces de color naranja / que de continuo extraíamos del agua invisible para ellos".

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