Ricardo Fernández de la Puente, viceconsejero de Turismo del Gobierno de Canarias, les ha recordado en estos días a algunos empresarios que el aumento del número de visitantes que llegan a las Islas no puede prolongarse demasiado tiempo por razones obvias, máxime cuando algunos mercados muy afectados por las revueltas sociales de los últimos dos años, como es el caso de Egipto, están empezando a recuperarse y a volver a ser competidores con nuestras Islas.

últimamente, que nos hemos olvidado de las importantes crisis sufridas por este sector en el pasado. La primera, la que puso fin al boom iniciado en los años sesenta, se produjo en 1973, coincidiendo con una elevación desmesurada en el precio del petróleo que dejó a Europa de rodillas y tiritando frente a los países productores, sobre todo los de Oriente Próximo. Aquel parón le supuso a Canarias la pérdida de muchísimos puestos de trabajo, el cierre de varios hoteles y la paralización de la construcción de otros que ya estaban en marcha. Nos atreveríamos a decir que la crisis de 1973 ocasionó el inicio del declive del Puerto de la Cruz, que hasta ese momento había sido la principal ciudad turística del Archipiélago. Desde entonces, dicha localidad no ha vuelto a conocer sus otrora días de esplendor.

Tras la crisis de 1973 se han producido otras en el sector turístico que, aun sin ser tan profundas, han ocasionado despidos masivos. La lección de este pasado todavía reciente es que resulta muy peligroso dormirse en los laureles. Además, no podemos olvidar que ni siquiera con este turismo en auge y fortalecido consiguen las Islas bajar de un 34 por ciento de paro entre su población activa. Hemos expuesto muchas veces las causas -hay teorías para casi todo-, por lo que no es necesario perder el tiempo y el espacio en este editorial para incidir en ello. No obstante, si con doce millones de visitantes cada año no conseguimos un nivel aceptable de desempleo -la cifra actual es inasumible y vergonzosa-, quizás haya que pensar en que tenían razón quienes durante mucho tiempo han dicho que el gran negocio en Canarias no es el turismo sino la construcción. Como idea no solo rocambolesca, sino incluso ajustada a cierta realidad, no está mal, pero sin olvidar que, aun en el caso de ser cierta, no hubiera existido un pujante sector constructivo sin un turismo que tirase de él.

Más allá de estas reflexiones, en las que podemos enredarnos y enredar a nuestros lectores durante horas, días y hasta meses, el problema de fondo continúa siendo el monocultivo económico. Los monocultivos que se han ido sucediendo desde los tiempos de la cochinilla, con el denominador común de que todos han acabado mal porque se han disipado de forma tan tajante como inesperada dejando un vacío de pobreza y abriendo las puertas a la dolorosa diáspora emigratoria. Una emigración a América que comenzó en el siglo XVI, poco después de producirse el descubrimiento de ese continente, pero que se tornó en masiva a partir del XVII, cuando se perdieron los mercados del vino blanco principalmente por la emancipación de Portugal y, consecuentemente, de sus colonias. Ese fue el final del primer monocultivo. La historia se ha repetido en los siglos posteriores.

Este es el cuadro de la situación. ¿Qué podemos hacer para que no nos vuelva a suceder lo mismo? Diversificar. Eso es lo que nos dicen los políticos y los expertos, sin que a nadie le hayamos oído una fórmula válida para hacerlo. ¿Qué alternativas tenemos a un masivo negocio turístico que ya está en el límite físico de su crecimiento? Podríamos decir que, hoy por hoy, ninguna. La industria está descartada por un factor de lejanía. El transporte cuesta dinero. Cuesta tanto dinero que en Canarias nos ahogaríamos en la miseria si no estuviese subvencionado. El encarecimiento que supondría para cualquier proceso industrial traer materias primas a las Islas, manufacturarlas y a continuación exportarlas a los mercados las dejaría fuera de juego por su elevado precio. Salvo que se trate de productos con un significativo valor tecnológico añadido. No hacen falta barcos de gran tonelaje para transportar los elementos integrados en los teléfonos inteligentes, los ordenadores de altas prestaciones o cualquier otro artilugio electrónico sin los cuales nos sentiríamos incapaces de salir a la calle. Tampoco es necesario gastar mucho en el transporte de esos productos a la hora de exportarlos. Eso sí, necesitamos inteligencia, conocimientos, tecnología, en definitiva, para construirlos. Ahí es donde fallamos; donde llevamos mucho tiempo fallando.

Es fácil echarles la culpa a los políticos, pero no vamos a salir de esta crisis cazando brujas sino buscando soluciones. Los políticos, los gobernantes, no son los llamados a crear empresas. Su misión, insistíamos en ello ayer mismo en nuestro comentario, no es constituir empresas públicas que casi siempre terminan siendo ruinosas. Su misión es establecer las condiciones para que los empresarios puedan generar actividad económica y crear puestos de trabajo. Una vez arraigadas tales condiciones, les compete a los empresarios arriesgarse a invertir en esos sectores de tecnologías punteras que tantos beneficios pueden aportarles si aciertan en la elección.

Sin embargo, esas condiciones no han sido creadas por los políticos. Carecemos de los incentivos fiscales adecuados. Estamos en la Unión Europea y al mismo tiempo no estamos. Comprar o vender cualquier producto desde estas Islas supone casi siempre abrirse paso en una enmarañada selva burocrática. Lo saben perfectamente quienes compran algo vía Internet. Por eso muchas empresas dedicadas al comercio virtual advierten de que no realizan envíos a Canarias. Seguimos afanados en una reforma del REF que no termina de salir porque los nuevos funcionarios que hay en Bruselas no están por la labor y el Gobierno de España carece de fuerza para hacerlos entrar en razón. De fuerza y posiblemente también de ganas, pues cuanto menos diferencias existan entre Canarias y la Península, menos peligro hay de vocaciones secesionistas. Una política que también se aplica a las relaciones con África. Estamos a escasos cien kilómetros de las costas africanas y a 2.000 de Madrid, pero es muchísimo más fácil, e incluso más barato, volar a Madrid que a cualquier ciudad africana. De la misma forma, hay líneas marítimas que enlazan Canarias con la Península -estamos pensando en el transporte de pasajeros y sus vehículos-, pero ninguna que vaya de Canarias a Agadir, por citar solo un ejemplo. Un aislamiento egoísta impuesto desde la capital española.

Estamos ante pequeñas causas que, sumadas, producen un gran efecto: el de encerrarnos en ese ya reiterado monocultivo turístico y obligarnos a rezar para que no se nos acabe, porque entonces nos hundimos a plomo en el abismo. No vamos a decir, insistimos, en que toda la culpa la tienen los políticos, pero eso no nos impide preguntarnos si tenemos a los gobernantes adecuados para hacerse cargo de esta situación. Al menos para tener una visión de conjunto de dónde estamos y de dónde -y cómo- podemos estar a la vuelta de unos pocos años. Por citar un caso manido, seguimos sin entender la batalla política contra los sondeos petrolíferos. Una contienda que no se hubiera perdido de haberla planteado en términos de beneficios directos para Canarias. En cuanto a las energías renovables -otra alternativa, nunca mejor dicho-, nos sonrojamos solo con pensar en lo sucedido con el concurso eólico; un asunto aún pendiente de sentencia en los tribunales. Por eso, aunque no solo por eso, somos tan pesimistas cuando pensamos en diversificar nuestra economía.