Espera el presidente de Ashotel, la patronal hotelera de Tenerife, que el turismo que viene a Canarias no se vea afectado por el contagio de ébola ocurrido en Madrid. Señala también Jorge Marichal su confianza en las autoridades sanitarias españolas. Mucha confianza tienen algunos, aunque no seré yo quien los precipite a la inquietud.

A la intranquilidad no pero a la reflexión sí. Para empezar, no es probable que uno o dos casos aislados de ébola, incluso si se dan en Canarias, afecten de forma sensible a la afluencia de visitantes. Una epidemia en toda regla, con la gente cayéndose muerta por las calles como ocurre en África, supondría otro escenario, pero no es probable que lleguemos a eso ni a mil veces menos que eso. Los turistas van a seguir viniendo a Canarias, además masivamente, porque de momento carecen de otros lugares a los que ir. Los turoperadores sencillamente no tienen a donde llevarlos porque los países que se agitaron con la primavera árabe siguen bastante revueltos. Eso sí, desaparecidas esas circunstancias extraordinarias y temporales, podemos olvidarnos de nuestras ventajas de ocasión. Quiero decir, y no estoy descubriendo nada nuevo, que cuando esos doce millones de turistas -guiri más o menos- que se dejan caer por estas Islas cada año dispongan de otras alternativas para sus vacaciones, es posible que muchos dejen de venir sin epidemias o con ellas. Se nos morirá un importante sector de nuestra economía simplemente porque sí, como diría Campoamor en sus versos para que luego lo recordarse Juan Ramón Jiménez en su "Platero y yo". Este verano me perdí en Moguer, cerca de la casa natal de Juan Ramón. Iba con prisas para llegar al puerto de Huelva y subirme al ferry de Armas cuando, cosas del GPS, acabé en un callejón sin salida. "No me lo puedo creer", exclamó mi mujer. Tampoco yo podía entenderlo después de recorrer, durante más de treinta años, carreteras de toda Europa, incluidas las turcas y las de los Balcanes, las de gran parte del Sur de Estados Unidos, por no hablar de Ecuador, Perú o Argentina, o las de Marruecos, Mauritania, Túnez y Senegal entre otros países africanos. A lo mejor antes no me perdía porque en vez de los satélites usaba los mapas de siempre y leía los carteles de las carreteras. Hace unas cuantas noches, en medio de un insomnio, cogí un manual de navegación y repasé cómo se calcula una recta de altura. Qué lío de cuentas, con logaritmos incluidos, habiendo unos navegadores GPS tan baratos. ¿Seguirá habiendo un sextante en los barcos?

La fe ciega en determinados artilugios electrónicos, o en conductas dócilmente asumidas por la única razón de que están de moda, nos está llevando a muchos callejones sin salida. No sólo en un entrañable pueblo andaluz, como lo es Moguer, sino en asuntos bastante menos triviales o pintorescos. Porque, adentrados en esas reflexión que citaba antes, ¿de qué sirve todo un protocolo contra un contagio por virus si quienes deben aplicarlo lo incumplen con la misma indolencia con la que cualquiera se salta, por ejemplo, una señal de prohibido aparcar? Cuántas cosas se arreglarían simplemente leyendo los letreros donde quiera que nos movamos.

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