A partir de esta noticia, que acabo de leer, tendré mucho cuidado de acercarme a mi consanguínea, que orienta a los guiris en su afán cultural, gastronómico o lúdico -aunque son mayoría los últimos, por eso de que la bebida les sale barata, de acuerdo con su poder adquisitivo-. El caso es que ahora, cerca de su oficina, van a establecer el puerto como zona de aislamiento de enfermedades contagiosas. Algo así como la reactivación del viejo Lazareto pero a lo bestia, dado el contingente de visitantes que se adentran en la ciudad y la Isla para colmar sus apetencias.

Por si fuera poco, ya no basta con solucionar de manera efectiva la adecuación y el embellecimiento de esa tierra de nadie que separa los puntos de amarre de los trasatlánticos hasta la antesala de la ciudad. Un recorrido de obstáculos que desdice de forma palpable el mérito de tener un tránsito de visitantes más que aceptable, a juzgar por los beneficios publicados en la prensa. Réditos que, por otra parte, preguntamos adónde van a parar, si en nuestras instalaciones no se mueve una piedra; exceptuando las sugerencias de mis amigos de la Tertulia del 25 de julio por recuperar lo poco que queda de nuestro patrimonio histórico.

Y aunque no cabe duda que las virulencias suelen entrar por puertos y aeropuertos, no vamos a retroceder a las epidemias de fiebre amarilla o de cólera del pasado, venidas mayormente no de África, sino de la Perla de las Antillas, plagas que se llevaron por delante a la poetisa Victorina Bridoux de Domínguez, o a dos médicos como Bartolomé Saurín y Miguel Blanco, contagiados como el reciente homólogo y sacerdote Miguel Pajares en pleno ejercicio profesional. Tampoco, si no recuerdo mal, la primera oleada se llevó por delante, aparte de otros muchos cientos, al tercer vizconde del Buen Paso, Juan Primo de la Guerra, alojado circunstancialmente en la calle del Castillo, que concluyó bruscamente su diario narrando el fallecimiento de algunas de sus amistades, sin percatarse de que debía alejarse de una epidemia que acabaría también con él en breves días, para convertirlo en inquilino del cementerio de San Rafael y San Roque, recién inaugurado, y ahora convertido en un desastre para vergüenza de las autoridades y de nuestro escaso patrimonio.

Regresado a la actualidad, después de una breve pincelada histórica, sigo sin entender el afán por acreditar como zona de aislamiento al puerto capitalino. Pues bastante tenemos ya con ir anotando la multiplicación alarmante de los contagiados por el virus del ébola; contagio inicialmente originado por consumir carne de animales infectados por la mordedura de murciélagos.

De tomar como referencia los muelles, para atajar los casos epidémicos, resulta cuando menos utópico, pues habría que establecer unos protocolos de revisión de cada uno de los miles de pasajeros que pusieran un pie en la misma plaza de España capitalina o se subieran a una guagua para visitar el interior de la Isla.

En última instancia, es posible que la información no se haya dado de forma global, pues habría que explicar que el puerto sólo ejercerá de alcabala ante los primeros síntomas, derivando, supuestamente en ambulancia especializada, al posible contagiado hasta un área de hospitalización y aislamiento.

Dar la referencia, a mi juicio, de forma sesgada, sólo induce a pensar que, a partir de ahora, nuestro puerto, otrora puerta abierta a la ciudadanía, se convertirá en más infranqueable y por tanto más alejado de la población. Con lo cual, además de alarmar innecesariamente, reafirmaremos el dicho de que Santa Cruz vive de espaldas al mar, pese a tenerlo delante de sus narices.

Conste que el sábado, cuando vaya a pescar mi patito de goma a la charca, por iniciativa solidaria de Cruz Roja, me enfundaré unos guantes quirúrgicos y una mascarilla, por si acaso, porque lo que no se debe hacer es poner más piedras en el camino malinterpretando estas noticias.

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