Muchos me preguntan el porqué, y concretamente durante el mes de julio de cada año, mis artículos de EL DIA se refieren a la isla herreña, a sus paisajes, sus rincones, a vivencias, sobre todo, acaecidas durante la infancia y juventud. La respuesta es la de siempre. Cuando el tiempo biológico avanza y se entremezclan en la memoria el trajín del día a día no solo lo de ahora sino lo de anteayer, y que generalmente se circunscribe al espacio de la política o del pensamiento, zafarse de esa rutina y refugiarse en situaciones que, depositadas en el viejo tiempo, parecían perdidas y se rescatan a través de la escritura, la verdad, se siente uno confortable y pleno de gratitud por haber pasado parte de esa vida en la isla que siempre será el mejor referente que palpite dentro de sí.

De niños crecimos entre juegos, entre las primeras letras de los buenos maestros, entre los sueños que nos acompañaron en las noches largas de Valverde, pero que apenas duraban porque se dormía como un lirón. De abrir los libros de Historia o Geografía a las seis de la mañana a la luz de una vela, muertos de sueño, porque teníamos que ir a la clase de la maestra Inocencia, y después subir hasta Tesine, a que el bueno de don Valentín nos explicara matemáticas, física y francés; y por la tarde en casa de Paco Méndez, que sabía todo el latín del mundo.

Los primeros bailes en el casino o las escapadas a los del Mocanal en bicicleta, ya de noche, y con una dinamo rozando la rueda de la bicicleta que nos alumbrara la carretera de tierra para poder llegar al encuentro de nuevas sensaciones que, traducidas en una sonrisa, o en una mirada acariciadora nos situaba en el mejor de los mundos.

Las serenatas, la guitarra de Fernando Abreu, la armónica de Juan Pedro y la bandurria de Alarsia, que debajo de ventanas queríamos que el silencio de la noche se rompiera por la magia de un deseo insospechado o por la timidez de una juventud que se iniciaba. O las recaladas de madrugada en casa de Adrián, donde el trato era más que exquisito

O los partidos de futbol, los de antes, en el viejo campo de San Juan, donde hubo un molino de viento; o en el más reciente que nos costó arreglar entre todos con la tierra de la huerta de doña Dominga acarreada por el camión de Eusebio Galván. Y aquella pesada apisonadora que trajimos desde Tefirabe y que había que manejarla entre cuatro

En fin, rincones, ausencias, que, revitalizados en el espacio de la memoria, hacen que este mes de julio sea así, para El Hierro.