El 24 de abril de 1898 una flota norteamericana formada por seis buques de guerra zarpó de Hong Kong rumbo a Filipinas. Iban al mando del comodoro Dewey con el encargo de derrotar a los españoles y quedarse con los dominios que estos mantenían en ese archipiélago desde casi cuatro siglos antes. "Pobres chicos; es la última vez que los vemos", comentaron los marinos ingleses que habían convivido con ellos en Hong Kong mientras contemplaban su salida del puerto. Hasta el cónsul alemán le telegrafió al Káiser Guillermo II que la derrota yanqui era segura.

Ocho días después, a las cinco y cuarto de la mañana del 1 de mayo, comenzó la batalla con el resultado que todos conocemos. Se ha dicho que los barcos españoles eran anticuados -algunos incluso de madera- e inservibles para enfrentarse a los norteamericanos con unas posibilidades mínimas de victoria. Una burda mentira de los mandos militares destacados en Manila para justificar su injustificable derrota. Los siete barcos de la formación naval española que se enfrentaron a los gringos, aun siendo un poco más antiguos que los enemigos, estaban en la mitad de su vida útil. Tres de ellos fueron reflotados después del combate e incorporados a la Marina de Estados Unidos, donde prestaron servicio muchos años. Entonces, ¿por qué acabó en el fondo de la bahía de Manila la escuadra española? Sencillamente porque la hundieron sus propios tripulantes cumpliendo órdenes de un acobardado contraalmirante Montojo, otro infame personaje de nuestra historia, que prefirió rendirse antes que seguir enfrentándose a unos contendientes que ya retrocedían faltos de municiones.

"Cuando nos retiramos de la lucha, a las 7:30 de la mañana, Dewey se encontraba en una situación grave", escribió después uno de los ayudantes del comodoro norteamericano. "Durante más de dos horas habíamos combatido a un enemigo determinado y valiente sin haber conseguido disminuir el volumen de su fuego. Nada importante había ocurrido que nos permitiera decir que habíamos causado serios daños a los buques españoles". Montojo peleaba junto al arsenal de Cavite y podía reabastecer a su flota. Dewey, en cambio, estaba a 7.000 millas de sus bases en la costa oeste de Estados Unidos. Si se quedaba sin munición, sus barcos hubieran servido para un sencillo ejercicio de tiro al blanco por parte de los españoles. Sin embargo, al ver que Montojo hundía sus naves para que no cayeran en sus manos, se inventó que se había retirado sólo para que desayunaran sus tripulaciones, como si los marineros fuesen funcionarios hispanos necesitados del descanso diario a media mañana, con la intención de volver enseguida. Algo que no pensaba hacer pero que hizo al ver la actitud derrotista del adversario. Así de fácil perdió España Filipinas, prolegómeno de la pérdida de Cuba en julio de ese mismo año.

Un siglo y pico después otros ingleses, esta vez miembros de la selección de fútbol de su país, han dicho que si alguien les hubiese anticipado una derrota de España ante Holanda por 1-5 se hubieran tirado al suelo a reírse. Lástima que la historia se repita, afortunadamente sin muertos pero con un resultado igual de humillante. Un campeonato de fútbol no es lo que realmente debe importarnos. Lo dije ayer y lo repito hoy. Pero los ridículos, cuanto menos, mejor; incluso si son mundiales.

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