El mismo día, y casi a la misma hora, en la que el Congreso de los Diputados debatía la consulta soberanista en Cataluña, el primer ministro galo anunciaba en la Asamblea Nacional francesa una fuerte reducción del tejido administrativo e institucional de su país. El número de regiones -27 actualmente- quedará reducido a la mitad. El objetivo, según Manuel Valls, es acabar con el "milhojas" territorial. Mientras en España no sólo se mantiene la dispersión autonómica, sino que incluso se incrementa con apetencias secesionistas como la de Arturo Mas y su separatismo de la butifarra, en Francia van en sentido contrario. En Francia y también en la díscola, política y no políticamente hablando, Italia, donde hace poco se ha puesto en marcha un recorte de la administración pública -el segundo en poco más de un año- que supone eliminar 3.000 puestos políticos y dejar sin sueldo a los senadores.

¿Hay alguna razón para mantener en España el denominado de forma tan pomposa Estado de las Autonomías? La hay. No existe, desde luego, un motivo de eficacia administrativa, pues las autonomías hacen agua -unas más- por costados tan sensibles como lo son la educación y la sanidad. Tampoco parece que podamos apelar a una cuestión democrática o de pluralidad, salvo que califiquemos a Francia o a Italia como países menos democráticos que España. ¿Razones culturales o idiomáticas? No lo sé. Tan sólo afirmo, y el que no me crea puede preguntarle a los afectados, que a un italiano de Milán le cuesta más entender el dialecto que habla un italiano de Nápoles que a un español de Madrid el catalán en el que se comunica un español de Barcelona.

Bien es cierto que en España somos diferentes. Siempre lo hemos sido. Diferentes y eficaces hasta el punto, lo dijo muy ufano el ex presidente Zapatero, de superar el PIB de los transalpinos y estar a punto de conseguir lo mismo con los gabachos. Nada fuera de lo común, se mire como se mire, pues también construimos en un año más viviendas que Francia, Italia y Alemania en su conjunto. Viviendas que hoy permanecen vacías y nos amarran a una crisis ya superada por nuestros vecinos, pero así son las gracias hispanas.

Gracioso resulta igualmente el hecho de que Manuel Valls tenga orígenes catalanes. No por ser su padre un exiliado del franquismo como erróneamente se ha dicho -su progenitor emigró a Francia a finales de los años cuarenta-, sino por ser hijo de un barcelonés y haber nacido en Barcelona. Un catalán casado con una suiza; con una ciudadana de un país cantonal por definición. Orígenes que en ningún caso le impiden adoptar unos planteamientos políticos claramente centralistas. Algo que Valls ya dejó muy claro cuando era ministro del Interior y también ahora, al asumir el cargo de primer ministro tras la dimisión de Jean-Marc Ayrault.

¿La razón última del taifismo español? Sencilla pregunta. Francia puede permitirse recortes sensatos porque sus cifras de desempleo no son comparables a las nuestras. ¿Se imaginan ustedes cuántos diputados regionales, presidentes autonómicos, consejeros vernáculos y chupópteros del más variado pelaje periférico irían al paro si acabásemos con este descomunal despilfarro?

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