No sé si a ustedes les habrá pasado lo mismo, pero a mí, por lo menos, ver amanecer un nuevo día después de tanto tiempo en la isla de la eterna primavera me deja como nueva, me emociona y hasta hace que se me erice la piel. Esto que les cuento me ocurrió hace unos días mientras estaba en mi tierra canaria, concretamente en Tenerife. Imagínense por un instante el inmenso mar, silencioso y profundo, haciendo de teatro natural; junto a él, y a punto de ser representada, la obra más esplendorosa de la naturaleza, titulada "Amanecer".

Mis ojos inquietos buscaban en el horizonte la inminente aparición de Magec, el astro rey, el sol; aquel que tantas veces había visto en lo más alto del "tigot" o cielo guanche. Ahora, sin embargo, quería verlo de otra manera; deseaba admirarlo desde el palco de la madrugada, escoltada por dos ágiles pardelas que me observaban curiosas mientras duró su vuelo.

Con la mirada fija en la frontera entre lo real y lo abstracto, me dejé embelesar unos instantes con el murmullo de las olas, ocupadas en ese momento en anunciar con su peculiar sonido la apertura de aquel telón de fuego maravilloso.

De repente, y como por arte de magia, misteriosa y repleta de energía luminosa, la esfera incandescente apareció ante mi vista saciando por completo la sed de luz. ¡Bravo!, dije. ¿A quién dejaría indiferente ese aluvión de sensaciones envueltas en destellos de vida? ¡Qué derroche de luz por todas partes!, sobre el mar, en el cielo, en las montañas, dentro del alma. Esa alma canaria, la mía y la de tantos otros emigrantes que marcharon un día, con la esperanza de volver a su patria canaria, al terruño; en el fondo de sus corazones una ilusión, un ruego, un deseo.

Las gaviotas tomaron con su vuelo el relevo en el aire; el cernícalo me mostró orgulloso, mientras planeaba, su rojizo plumaje; las flores se vistieron con sus colores más hermosos y la brisa que olía a salitre se apuraba a despertar a las palmeras con un beso y susurrando "amanece amanecer".

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