Centro de Atención Primaria, antes ambulatorio, un día cualquiera. Muchos pacientes esperando turno -por aquello de que se cita a las nueve de la mañana-, la mayoría acompañados -cada vez se vive más y los usuarios más frecuentes son las personas de cierta edad-. Olor a humanidad, a colonias varias y a ropa poco ventilada. El aire -cargado de tos y suspiros- se escapa por las puertas de acceso que abren y cierran continuamente. Las ventanas selladas a cal y canto, sin tener apenas un resquicio a la esperanza del aire fresco, ya que el personal se queja de las corrientes de aire. No hay sitio para sentarse, el gentío aumenta, aguardan en el vestíbulo, en los pasillos, junto a los baños, buscando de manera desesperada un trozo de pared en la que apoyarse.

Hay algarabía. Niños que lloran, personas que tosen, voces en alto, historias de enfermedades que van y vienen, móviles que suenan, conversaciones telefónicas y protestas. La verdad es que se quejan por todo, por la espera, por la falta de asientos, porque no hay máquina de café, porque hace calor..., y ves a alguien que saca un libro e intenta leer. Tarea imposible, el griterío va en sentido ascendente y de pronto sale una enfermera de la consulta. La asaltan y no es solo literalmente. Todo el mundo tiene algún dilema, pregunta o agravio que exponer. La chica aguanta estoicamente las preguntas, las protestas y los malos modos con una buena voluntad digna de elogio, se ocupa de todo con mucha mano izquierda, resignación y envidiable sangre fría. Se nota que está más que acostumbrada. De pronto se vuelve, entra en la consulta y cierra con precipitación la puerta. Debe sentirse como el domador cuando sale de la jaula de las fieras. Con el corazón a punto de escapar del pecho; en la mano lleva varios papeles.

La verdad es que con el pretexto de la enfermedad propia o cercana, la falta de educación alcanza extremos inauditos, se pierde el sentido de la mesura y se demanda -perdón, se exige-, una atención en la sanidad pública que luego no se pide en la privada, pagando cifras astronómicas por una consulta cualquiera y donde con la excusa de "hoy vamos un poco retrasados", le hacen esperar lo mismo que en el centro de salud.

El lector intenta abrir el libro y hacer que lee, pero la entrada de nuevo en escena de la enfermera, acapara su atención. Llaman a un paciente. Don Pedro de tal. No aparece. Alguien comenta que se ha ido, que estaba cansado de esperar. No estaría tan enfermo, piensa más de uno, aunque nadie se atreve a manifestarlo en este ambiente más bien hostil. Suben de tono las conversaciones, un par de pacientes sacan el móvil y se ponen a contar sus aventuras y desventuras a su familia o amigos. Lo hacen bajo un cartel, impreso en fotocopia, pegado con cinta adhesiva que reza: "Se ruega guardar silencio", y lo hacen sin que se les caiga la cara de vergüenza.

Cada vez que asoma alguien del centro se suceden las protestas a grito pelado, con intención de que las oiga el personal sanitario que anda cerca, en plan estoy citada a las cinco menos cuarto y son menos cinco, qué poca vergüenza, mira qué tranquilas van las enfermeras y uno aquí, esperando; a esas les pagamos el sueldo nosotros, menuda pandilla de vagos... Todo eso expuesto con la vulgaridad que manejamos los españoles en nuestras relaciones con "lo público".

Las personas con cierta educación miran al vacío como si no vieran no oyeran. Cuando se entra en la consulta, a través de la puerta cerrada, se percibe el espantoso vocerío que continúa fuera, las desconsideradas conversaciones en voz alta y también la mirada cansada del médico de familia. Cabe preguntarse cuánto nos queda de sanidad pública.