Después de mi periplo por galenos y artistas con los que me he encontrado en la vida, y que a juzgar por los correos electrónicos han sido bien recibidos, ahora me adentro en los entresijos del comercio en Tenerife, especialmente el dedicado a alimentación y bebidas. La experiencia y vivencias permiten retrotraerme más de sesenta años, allá por el 53, cuando comenzó mi andadura profesional en la isla. Mi intención es evocar recuerdos buenos y malos, que estoy seguro gustarán, sobre todo a las familias de los interesados, y de esta forma puedo seguir viviendo de espaldas a los acontecimientos diarios, que tanta pesadumbre están creando.

Angelino se llamaba realmente Ángel Hernández Pérez, y tenía su establecimiento en la calle General Franco, de Los Realejos. Ni bajo ni alto, en medio, y que hoy por mor de la política tiene otro nombre que no conozco, pero muy cerca de la iglesia de La Concepción, que fue destruida por un pavoroso incendio y recuperada años después para el culto.

Era una excelente persona: educado, correcto, servicial y cumplidor. Empecé a tener contacto con él en 1959. Me tenía un gran aprecio, y a pesar de la diferencia de edad hacíamos buenas migas. Lo visitaba cada 15 días, siempre muy temprano, antes de las siete de la mañana. Por entonces vivía en una casita terrera por debajo de su comercio, y yo tocaba en un ventanillo y le decía: "Don Ángel, ¿qué hora son éstas?, ¿todavía dormido?"; y un par de minutos después abría la puerta refunfuñando, y salía un maravilloso olor a café mientras me respondía: "¡Muchacho! Hace más de dos horas que estoy levantado". Nos tomábamos aquel manjar calentito, y algunas veces se empeñaba en que probara una copa de caña. La única vez que lo hice me quemé hasta las entrañas.

Comenzaba la conversación interesándose por la situación, lo que hoy llamamos actualidad, y me encomendaba alguna gestión en los centros oficiales en Santa Cruz, porque las resolvía sin tener él que hacer desplazamientos. También comentaba las andanzas del pueblo, y recuerdo en concreto un zaperoco que se formó por unos ruidos que se oían en un barranco cercano, unos decían que era un búho enorme, otros que una pardela gigante, un monstruo... Lo cierto es que vino gente de todas partes y hubo hasta expediciones en busca del ruido. ¡País novelero! Los sonidos desaparecieron de la misma forma que llegaron, coincidiendo con la explosión del volcán Teneguía en La Palma.

Uno se queda con lo bueno pero también con lo malo, como aquel suceso luctuoso que afectó a dos muchachos que se metieron a limpiar una tina llena de gases. Uno calló al fondo y el otro fue a rescatarlo, y aunque ambos salieron del trance, el salvador falleció en seguida y el otro quedó como un vegetal durante 18 años en el hospital de Los Dolores, en La Orotava. Ese joven era sobrino de don Ángel y hermano de Francisco, su mano derecha, que con el tiempo se independizó y montó su propia empresa.

Tras aquellos diálogos matutinos me entregaba un pequeño rulo de papel de estraza escrito con lápiz de carpintero, con la siguiente e inolvidable frase: "Si se te hace camino, por favor cuando puedas me mandas esta mercancía". Después me preguntaba por la última factura, que siempre la dejaba en el coche, y cuando se la traía me pagaba con el dinero envuelto en un cartucho. Jamás se me ocurrió contarlo delante de él, y nunca faltó dinero. Falleció hace años, no era muy mayor, pero sus canas indicaban lo contrario. Su despedida en la iglesia que está en la plaza fue un acontecimiento al que acudieron personas de toda la isla. Su hija Ana continuó con el negocio un tiempo, hasta que cambió el mercado. La conocí jovencita. Es una mujer guapetona con la que tenía largas parrafadas.

Tengo muy buenos recuerdos de este hombre, y he comenzado con él porque siempre lo he considerado un ser entrañable. Para los próximos no llevaré ningún orden, ni de fechas ni de empresas, me guiaré por los recuerdos conforme afloren. Un saludo afectuoso a su familia, y en particular a su hija Ana y a mi buen amigo Francisco Hernández.

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