Como consecuencia de la actual crisis, se ha puesto de manifiesto -y no es la primera vez que esto sucede- que primero está la necesidad de sobrevivir y que más tarde aparecen la ética y la política; siendo lo económico lo que domina al resto de la disciplinas; y que, como consecuencia de ello, una buena parte de la sociedad -casi siempre las clases medias-, se ve obligada a sufrir las consecuencias directas de la irresponsabilidad de una buena parte de la clase política que en el ejercicio de su deber no ha sabido administrar de forma eficaz los recursos públicos. Dicho de otra forma: lo que siempre han hecho bien las familias, que es gestionar lo mejor posible sus ingresos, no gastando más de lo que ingresaban, e intentando en lo que se podía ahorrar pensando en el mañana, eso, precisamente, es lo que no han hecho los políticos que tienen la responsabilidad de gobernar una determinada administración pública. Ahora resulta que la crisis ha destapado las alfombras y nos ha enseñado la suciedad acumulada durante demasiados años de supuesto esplendor y bonanza.

Y de esa forma una buena parte de los ciudadanos nos hemos enterado de que nuestros impuestos se han dilapidados o incluso robado, casi siempre malgastados en obras y proyectos innecesarios y megalómanos para lucimiento del político de turno; y que ahora, cuando las cosas vienen mal dadas y los ingresos descienden y hay que pagar las deudas contraídas y reponer los fondos volatizados, se atraca sin piedad al ciudadano subiéndole los impuestos además de recortarle, descarnadamente, una buena parte de sus derechos y libertades. Como consecuencia de todo lo anterior, el ajuste presupuestario se ha comenzado por el más débil. La clase política ha hecho oídos sordos a la realidad y ha sido incapaz de recortarse el más mínimo de sus privilegios, trasladando el peso de la crisis al resto de la sociedad. Como consecuencia de ello, muchas empresas han cerrado, las administraciones han recortado plantillas y servicios y buena parte de la clase media se ha desplomado, arrastrando directamente a la penuria más absoluta a una buena parte de los más indefensos de la sociedad.

Y hoy, esta situación de catástrofe social, la queremos maquillar dejándonos arrastrar por el sentimiento de la solidaridad; que no está mal, pero que ni es la única solución, ni mucho menos el camino para denunciar las graves carencias de nuestras actuales administradores públicos. No es cuestión de que, ahora, en Navidad, de pronto, alguien se acuerde de que hay pobres a los que hay que vestir y alimentar, y niños a los que hay que proporcionar algún juguete; olvidándose de que la ayuda bien entendida es necesaria todo el año; y para ello, encima, se recurra a un tipo de solidaridad disfrazada como espectáculo televisivo, que lo que hace es animar al ciudadano a un tipo de solidaridad compulsiva que busca la eficacia a corto plazo sin entrar a resolver el verdadero problema de fondo.

La solidaridad bien entendida debería ser mucho menos coyuntural y más reflexiva y eficaz; de tal forma que pudiera impregnar al prójimo a ser solidario de forma permanente. En una palabra, gestionarse mejor haciendo hincapié en las verdaderas necesidades de las personas y de las familias, como lo hacen algunas organizaciones en la actualidad, especialmente Cáritas, la cual intenta abandonar todas aquellos señales que puedan generar desigualdad, a la vez que cuida al detalle los gestos solidarios que puedan atentar al pundonor de los individuos; para lo que suelen prestar ayuda a través de vales o incluso de cheques que se les dan a las personas, las cuales, van a pagar y/o comprar directamente lo que necesitan, entregando después sus facturas y tiques, de tal forma que pueda quedar a salvo su dignidad y la de sus familias.

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