El pasado fin de semana despedimos a Pedro Serrano, uno de los veteranos de Los Sabandeños. En su adiós no faltaron familiares, músicos, vecinos, amigos... todos unidos por su recuerdo, por esa su extraordinaria manera de ser. Nos dejó un hombre bueno, cordial, alegre, jocoso, bromista y hasta socarrón, con ese ingenio tan canario al que daba un acento propio cuando, con voz queda, contaba el último chiste, hacía una broma, soltaba una frase ingeniosa o simplemente sonreía con esa bondad de rasgos coronados por su pelo cada vez más blanco y escaso. Esta personalidad tan abierta sorprendía a propios y extraños, a tantos de los que le dedicamos afecto, básicamente porque se llevaba bien con todo el mundo. Por eso, en su funeral, fuimos muchos a rendirle homenaje, a derramar alguna lágrima -que es de humanos- y a abrazar a Graciela, a Cheli, que aún flotaba en la nube del asombro y de la irrealidad.

La primera vez que presenté a Los Sabandeños en un escenario fue a finales de la década de los setenta, en las Fiestas en Honor del Gran Poder de Dios, en Bajamar, en un destartalado escenario -como correspondía a la época- que se hacía en la entrada del pueblo, a mano derecha, en un descampado, con el suelo de tierra y paredes de piedra. Creo que ya estaba Pedro con ellos, pero no tengo esa certeza. A los que sí recuerdo con más nitidez son a Miguel, el Orejas; a Juan Luis Medina, el Minuto; a Enrique Martín, el Peta; a Juan Oliva; Julio Fajardo; a los Feria y, por supuesto, al maestro Elfidio Alonso.

Y digo que puede porque Pedro Serrano era una persona que no buscaba protagonismo alguno, siempre en los coros, a la sombra, como todos los grandes hombres. De carácter abierto, poco dado a la maldad o al resentimiento, incapaz de hablar mal de sus compañeros, tanto que se hizo querer por todos. Este hecho, sumado a ese humor casi surrealista, no siempre al alcance de los comunes dada esa inteligencia natural para usar el doble sentido, a la usanza lagunera, pero que rezumaba un alto nivel de alegría, le hicieron único, por lo que su partida nos ha dejado una mueca en el rostro. Era de esos seres que de no existir habría que inventarlos.

El Bachiller, en versión corta el Bachi -según me han contado miembros de la vieja guardia-, es un apodo que se ganó a pulso, ya que cuando alguien se incorporaba al grupo, a modo de broma, tenía que realizar un examen de ingreso. En el transcurso del mismo se le preguntó a qué se dedicaba. Su respuesta fue que se encontraba estudiando el último curso de bachillerato. No hizo falta nada más, inmediatamente pasó a ser conocido por "el Bachiller" y posteriormente por el diminutivo cariñoso de "el Bachi".

Tuvo su sitio entre los tenores segundos, tocaba en estos momentos la guitarra, pero durante mucho tiempo se hizo cargo del contrabajo -del timple pequeño me decía-, que manejaba de manera singular tanto en la vertiente instrumental como en la de cargar con "el muerto".

Amigo, ya sabes que todos los destinos se van a encontrar, así que espéranos por ahí, en cualquier recodo del camino, presto para echarnos unas risas y para que nos cuentes el último chiste. Sigue cultivando ese humor lleno de picardía y doble lenguaje que era tu tarjeta de presentación. Sigue siendo por siempre nuestro Bachi.

Graciela, no sé qué harás sin José en tu papel de María, pues eran de los matrimonios que no se separaban nunca, pero estoy segura de que el cariño de todos, y especialmente el de tus dos chicos, te ayudará a ir paliando su ausencia. Recibe con este puñado de palabras mi abrazo fraternal, extensivo a sus familiares directos, pero sobre todo a esa otra gran familia, la sabandeña, que pierde a uno de sus componentes más queridos.