Me pregunta una distinguida señora, lectora habitual de mis artículos, si es muy difícil encontrar cada día un tema sobre el que escribir. Le respondo que unas veces sí y otras no. Con frecuencia, por darle la vuelta al refrán, hay más longanizas que días; más asuntos de los que ocuparme que artículos para hacerlo. Por ejemplo, esas declaraciones hechas la semana pasada por Ana ato, ministra de sanidad, sobre el hecho innegable de que "la falta de varón no es un problema médico". Llevo varios días partiéndome de risa con el cabreo de las lesbis por ese asunto. Vaya por delante -dicho sea con la idea de quien se enjabona la cara antes del afeitado- que a mí las lesbianas, los gays, los transexuales y demás no me causan ningún sentimiento ni de afecto, ni de antipatía. Lo que haga cada cual con su cuerpo me da absolutamente igual, siempre que no me afecte a mí o, de forma concreta, a mi bolsillo. Quiero decir que me trae sin cuidado la existencia de homosexuales en Uganda, pero no tanto el que haya que fomentar su derecho a la sodomía -espero que la palabra no sea excesivamente incorrecta desde el punto de vista político- con mis impuestos, como hizo Zapatero en uno de sus alardes de generosidad planetaria que a día de hoy seguimos pagando.

El caso es que el personal -cierto personal, dicho sea con propiedad- anda soliviantado con la señora ato por su negativa a que la sanidad pública costee procesos de inseminación artificial a parejas de lesbianas. "No creo que la falta de varón sea un problema médico", manifestó textualmente la ministra tras la reunión del Consejo Interterritorial de Salud. "La financiación pública debe ser para la curación". Ocurre con frecuencia que las palabras se vuelven, antes o después, contra quien las pronuncia. Quizá a estas alturas de la película más de un homosexual, sea cual sea su sexo, se está arrepintiendo de esa ardua batalla librada durante años para que la condición de estas personas no fuese considerada una enfermedad. No ya por un régimen dictatorial, como lo fue el franquismo, sino incluso por la Organización undial de la Salud; un organismo serio y respetable que hasta 1990 consideraba la homosexualidad como una patología. Lo mismo que ocurrió en Gran Bretaña hasta 1994 y en Rusia hasta 1999. Sobra añadir que en varios países árabes estas inclinaciones sexuales le cuestan a uno la cabeza, literalmente hablando. A lo mejor si todo ese proceso "despenalizador" no se hubiese producido, a día de hoy habría un motivo justificadísimo para que la señora ato no pudiese ir por ahí recomendando la varonil acción de un macho como quien recomienda una clase de aerobic.

Sea como fuese, España es un país sumamente moderno. Tan moderno que no cabe un idiota más. Uno más y empiezan a caerse al agua por la punta del muelle. Porque con un sistema nacional de salud sumamente descentralizado, lo que diga una "miembra" del Gobierno no trasciende la categoría de mera recomendación: serán las comunidades autónomas las que tengan la última palabra en este embrollo. Todo sea para mayor gloria del esperpento vernáculo.

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