Sonaba bien cuando pronunciábamos u oíamos lo de los cantiles. El cantil chico era y es un pesquero no tan apetecible como el grande, pero desde el cual algo se pescaba; desde un roquedal puntiagudo de lava lanzando el anzuelo y la plomada de las cañas aquellas que terminaban en un dispositivo de cuerno flexible y sensible que nos indicaba si el peje picaba o no. Funcionaba, y hoy más que antes, como plataforma desde donde se lanzaban al encuentro con el mar para llegar de inmediato al rompiente de las olas, o simplemente para tomar el sol.

Era y es el cantil grande en el que verdaderamente, con sus poyatas de cemento y piedra, se prodigaba la pesca más generosa, sobre todo de viejas y meros. Aun en la época de esquilmamiento del pescado por el exceso de cañas, la paciencia y perseverancia de los que allí llegaban siempre algo traía para casa.

Los cantiles donde batía y rompía el mar eran, y son, atalayas privilegiadas desde donde no solo se podía contemplar el horizonte cada día más azul, sino que desde allí nos impresionaba la cercanía de los correíllos que habían salido desde La Palma rumbo a La Estaca y que costeaban la isla, entre otros el "León y Castillo", el "Viera y Clavijo", el "Gomera" o el "La Palma".

Los cantiles eran -ya no- el límite del Tamaduste, y como rincón preferido por muchos guarda vivencias no solo de conversaciones de pescadores o de los acontecimientos de la isla, sino también de risas y excursiones donde uno se protegía del sol que "casca" y del batiente del mar.

Desde los cantiles se divisaba, unas veces cerca y otras más distante, la Raya Azul, siempre enigmática y como referente del poderío de la juventud de la época, cuando se trataba de llegar hasta ella y contemplar su fondo pleno de cierta tenebrosidad. También se divisa parte de la carretera que se adentra en la curva y muchos oíamos ruidos de un motor y vehículos que veíamos, que traían personas que esperábamos o recados que estaban pendientes de recibirse.

Los cantiles, como tantos y tantos espacios que tiene la isla, y concretamente el Tamaduste, festonean y dan vigor a lo que guardan en la historia de su piedra viva o en los recovecos de la memoria donde cada lugar alberga su motivación y leyenda: El Jorado, el Malpaís, el Roque de las Campanas, El Río, el canto nocturno de las pardelas, en fin...; y los cantiles pesqueros, que son y que siguen teniendo vigencia de una convivencia que no se debe perder por lo enriquecedora y gratificante que es.