LA CRISIS económica se agudiza. Asciende la prima de riesgo. Emitimos deuda con más coste. Los medios internacionales ven a España como un país poco fiable. La calle se alborota, se multiplican los pescadores en aguas turbulentas y la desconfianza popular hacia su clase política es cada día mayor. El Gobierno ha adoptado un gran paquete de medidas con nuevos recortes de gasto y disposiciones para garantizar el pago a los más débiles, recurriendo incluso al Fondo de Garantía de las Pensiones, a las que dice que subirá el 1 por ciento a final de año. Tiene que hacer frente a las deudas de las comunidades más gastosas, entre las que se encuentra Cataluña, cuyos dirigentes acaban de proponer para la legislatura que comenzará después de las elecciones anticipadas un referéndum por la independencia. El Gobierno ya les ha contestado que usará los recursos de la Constitución para impedirlo. Esperemos que no decaiga en esa determinación para aplicar la Constitución.

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De aquel Tarradellas, estadista de categoría con una visón clarísima de lo que era Cataluña en el contexto español, quien practicó una política de respeto mutuo y con un profundo conocimiento histórico, promovió bases de convivencia y Cataluña se proveyó en los años 60-70 de mano de obra barata procedente de provincias españolas con bajos recursos, y gracias a ellos, sin quitar mérito a los catalanes, pudieron fabricar a costes reducidos grandes producciones, vendidas, en su inmensa mayoría, en todo el mercado español. Han pasado con el nacionalismo que viene ejerciendo CIU -y antes el tripartito PSC-ERC e ICV- a un creciente deterioro económico en los últimos años. Y, como prueba, Madrid adelanta a Cataluña en casi todos los indicadores económicos. Y las multinacionales ya han advertido de que abandonarán la región caso de culminar el proyecto soberanista. Ojalá todo quede en un chantaje más del señor Mas, apretando a Madrid para un nuevo sablazo con apretón de tuercas incluido y tapar los agujeros de los despilfarros recientes conocidos de todos los catalanes.

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Aquella Carta Magna a la que le ha estallado la bomba de tiempo que el débil Gobierno de Adolfo Suárez tuvo que admitir en su texto durante el debate constituyente de 1977 y que lleva en su interior los compromisos de una Transición que todos reputaron de ejemplar no ha servido ni para resolver los separatismos ni los enfrentamientos civiles de nuestros padres y abuelos. Y, en cambio, han agudizado las diferencias y desigualdades entre españoles. Los que vivimos la tan cacareada "modélica Transición" comprobamos, durante el debate constituyente, que las concesiones a los nacionalistas que obligaron a construir el compromiso del Título VIII acabarían dando a los nacionalismos el control del Estado. De hecho han sido los árbitros durante los últimos treinta y cuatro años, logrando arrancar amplias porciones de poder y dinero, incluso con las dos mayorías absolutas del PSOE y del PP. Las "autonosuyas" han dinamitado el débil consenso constitucional de 1978 y los partidos que fundamentalmente lo apoyaron han contribuido a socavar la falsa unidad e igualdad que se proclamaba en el artículo primero de la Constitución.

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Estamos, Pepe Ignacio, como cuando se muere el padre y los hijos se pelean por la pobre herencia. Pero, como dice el presidente del Gobierno, es que la caja está vacía y no hay fincas ni casas que repartir. El ministro de Hacienda dice que el fraude fiscal alcanza los 70.000 millones de euros. El Banco de España ya lo ha dicho: no se podrán cumplir las previsiones de déficit público en este año, a pesar de que la UE lo subió. Y todos piden al Estado lo que no tiene. Algunos, como País Vasco, Cataluña o Canarias, amenazando directa o veladamente con poner en marcha procesos ilegales de independencia. Esperemos a esa respuesta del Estado anunciada por la vicepresidenta del Gobierno.

La coincidencia de la crisis económico-social con la crisis política ha hecho estallar las costuras de un Estado que llegó a la quiebra por los dos últimos gobiernos socialistas, y sobre el que hay serias dudas que pueda ser sostenido por el Gobierno actual, a pesar de su mayoría parlamentaria. Porque si ha empezado, y debe continuar, por desmontar el propio aparato del Estado, del que fagocitan más empleados que los que el país puede mantener, no es extraño que, como nos ha ocurrido en otras crisis nacionales, los enemigos de la nación española se aprovechen para atacarla por todas partes, y si no se utilizan los recursos legales para defender el cumplimiento de la Constitución con la determinación que exige el desafío, no es de extrañar que hasta un pusilánime presidente como Rivero, con la situación a la que ha llevado al archipiélago canario, se permita también amenazar directa o indirectamente con independencias.

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La calle sube de temperatura en los próximos meses, pero el Gobierno tiene que mejorar su forma de trasladar el mensaje a la sociedad enseñando todos los papeles; aunque duela. Es la única forma de rearmarse frente a los grupos de radicales que piden, con bastante poco eco, procesos revolucionarios y constituyentes que añadirían, como dice el presidente Rajoy, más crisis a la crisis.

Dejar que todo se vaya pudriendo y que los nacionalismos radicales acaben con España no sería bueno para el conjunto de la nación ni creemos que Europa lo admita. El Gobierno tiene que despejar cuanto antes los escollos para asumir el crédito para sanear la banca, siempre que no sea a costa de los contribuyentes. Y decidir, cuando proceda, si va a solicitar o no el rescate. Frente a las señales de violencia y disolución de los radicales solo cabe la determinación para aplicar la Constitución, en sus artículos 155 y otros. Lo contrario sería el suicidio nacional, la violación de la propia Constitución. Solo así recuperaremos la confianza internacional, porque, lamentablemente, en menos de tres años hemos pasado del frívolo optimismo antropológico zapaterista a un oscuro espíritu de fragilidad en este barco que pasa por un temporal que no debe cerrar paso a la esperanza, porque en temporales peores nos hemos visto.