EN 1978, cuando se convocó un referéndum sobre la nueva Constitución española, muchos votamos en contra. Cada cual tendría sus motivos. Los míos, y los de numerosas personas con las que hablé entonces de este asunto, eran la implantación del llamado Estado de las Autonomías. Un libre ejercicio democrático, supongo yo, que nos granjeó muchos calificativos. Nos llamaron rancios, casposos, fascistas, franquistas y hasta nostálgicos del nacionalismo español condensado en el conocido lema de "una, grande y libre".

No era así. Lo que nos llevaba a rechazar una Constitución, que luego acatamos porque fue mayoritariamente aprobada y la democracia supone aceptar los dictámenes de la mayoría aunque no estemos de acuerdo, era una cuestión puramente lógica: no tenía sentido dividir a un país que, por otra parte y en el escenario internacional, pugnaba por unirse a la entonces Comunidad Económica Europea, hoy UE. Dividir es debilitar en lo económico, lo político, lo social y, por supuesto, en una presencia internacional que, acabamos de verlo, resulta crucial en muchas ocasiones. Dividir, por añadidura, a un país maltrecho en muchas de esas facetas que acabo de enumerar: si no hubiesen mediado los beneficios económicos -e incluso sociales- aportados por el boom turístico de los sesenta, la España de 1978 no hubiera sido muy diferente a la de 1951; el año en que, por fin, se suprimieron las cartillas de racionamiento.

¿Y dividir para qué?, nos preguntamos entonces aquellos fascistas, tardofranquistas y todo lo demás. Para reparar unos derechos históricos, nos decían los de izquierdas de toda la vida y los que antes vestían camisa azul y correaje, pero ahora, puestos a estar bien con los tiempos, eran más de izquierdas que los rojos de nacimiento. ¿Derechos históricos en el caso de Cataluña? Cataluña no tuvo Estatuto de Autonomía hasta 1932. Régimen que no suprimió Franco en 1939. No tuvo necesidad de ello, porque ya lo había suspendido el Gobierno de la República en 1935, un año antes de comenzar la contienda, porque aquello era un desastre. Y si nos remontamos a la historia anterior, conviene recordar que Barcelona nunca pasó de condado. Los Reyes Católicos estaban en esa ciudad cuando recibieron a Colón al regreso de su primer viaje a América. En cuanto al nacionalismo vasco, fue un puro invento de Sabino Arana después de una estancia en Cataluña. Unas ideas de este señor que pasaban por decir de los españoles que son afeminados, como los toreros, amén de otras lindezas que no difieren mucho de las expresadas posteriormente por Hitler en su Mein Kampf. Ni el PNV se atreve a exhibirlas hoy en día porque le lloverían acusaciones de racismo.

Sea como fuese, en el caso Cataluña, el País Vasco y hasta Canarias, por su lejanía con la Península, podía estar justificada cierta descentralización administrativa. Canarias con más derecho que las otras dos, como señaló en su momento Bernardo Cabrera, por sus condiciones de insularidad y distancia. Pero Canarias ya poseía tal descentralización; tenía sus cabildos, sus mancomunidades y un régimen de puertos francos con el que le iba muy bien. En definitiva, de las actuales 17 comunidades autónomas, sobraban 14 ó 15. No obstante, se montó el tinglado con el advenimiento de muchos que sí eran auténticos franquistas, y retrógrados, y meapilas hoy teñidos de colorado por una mera cuestión, insisto, de asumir la modernidad. Los mismos que ahora, a la vista de la hecatombe, se echan las manos a la cabeza.

Un desastre que ya tiene nombre y apellido: Arturo Mas tiró la toalla el viernes y se puso a pedir agua hasta por señas... ¡nada menos que al Gobierno español! ¿Pero no es España el país que no solo ha esquilmado a Cataluña durante estos años sino que, además, ha impedido con una pérfida cerrazón centralista su progreso económico? ¿No se ha enseñado a dos generaciones de escolares catalanes que las murallas del "Castell de Montjuïc" se construyeron para rechazar las invasiones de las hordas españolas?

"No nos importa como lo haga el Gobierno español, pero tenemos que hacer frente a los pagos a fin de mes", ha manifestado un desesperado Arturo Mas, a la vez que pide con urgencia que se implanten los hispanobonos. Dicho en palabras que entendemos todos, España y los españoles, además de ser insultados durante años, deben pagar las pródigas políticas del catalanismo: inmersión lingüística, embajadas por doquier, seis canales de televisión autonómica -hoy reducidos a dos porque no hay dinero-, vuelos en helicóptero -Rivero no ha inventado nada; nada puede inventar quien es incapaz de hacer la O con un canuto-, policía propia y un largo etcétera de despilfarros que no merece la pena enumerar otra vez porque son sobradamente conocidos.

En contra de lo que pueda parecer, no albergo la menor intención de rebatir el Estado de las Autonomías. No hace falta desmontar lo que se está desmoronando por sí mismo ante los contundentes embates de la realidad. Digan lo que digan Mas, Duran Lleida, Montilla y hasta Rovira, junto con todos los demás, España puede sobrevivir sin Cataluña, pero Cataluña no es viable sin su vinculación a un país que le compra el 90% de los bienes que produce o los servicios que presta. Cataluña -y lo mismo cabe decir de cualquier otra autonomía- fuera de España no solo se quedaría excluida de la UE, sino que se pondría a la cola, detrás de países como Albania y similares, para negociar su reentrada como nación soberana. Eso lo sabe el nacionalismo catalán, el vasco, el gallego y hasta el canario, pero salvo en el caso de CC -cuyos dirigentes amagan con frecuencia al Estado aunque saben que con las cosas de comer no se juega- hacen caso omiso porque, seamos serios, ¿qué sería de tanto líder periférico sin su componente de vernaculismo?

No es, pese a todo, el momento de la venganza. Ayudemos a Cataluña -y a quien toque, porque Valencia y Madrid no están mucho mejor- aunque nos cueste el dinero y nos fastidie, eso sí, implantando acto seguido los mecanismos necesarios para que esto no se repita. Mecanismos que pueden suponer, no nos asustemos, un desmantelamiento sustancial de la locura autonómica en la que hemos caído.

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