NADA NUEVO descubro si digo que al ser humano los cambios nos suelen producir temor y que cuantos más años se tienen mayor es el vértigo. Solo así se justifica que hoy en día amores dañinos existan, muchos de ellos por costumbre, presión social o por los hijos; esos que atan a esa espiral de un cariño o costumbre que puede llegar a ser letal. Naturalmente, es triste que una pareja consolidada se rompa, todos lo lamentamos, pero esto no sucede siempre como resultado de un desamor, a veces puede ser por todo lo contrario, por amar demasiado. Hablo de lo que yo llamaría una relación tóxica, esa que sabemos hace un daño considerable y, sin embargo, no somos capaces de dejar.

¿Qué hace que uno se aferre a una relación que le es perjudicial?, ¿qué nos lleva a querer mantener con vida un amor que evidentemente está acabado por alguna de las dos partes? No lo sé. Desde luego ya no será por la ausencia de una ley de divorcio que impida poner fin a este tipo de relación, pues ahora las parejas se rompen todos los días por causas minúsculas, nimias; nadie aguanta nada y las mujeres menos aún. Sin embargo, como sabemos por las escalofriantes cifras de violencia doméstica, a pesar de la facilidad para separarse, hay personas que se aferran a continuar como están, agonizando a veces, atrapadas en un amor enfermizo que las vuelve inseguras, infantiles, con una baja autoestima que les lleva a pensar que su mundo está acabado sin esa persona a la que, a pesar de los pesares, tanto aman. Esta adicción amorosa conlleva seguir "enamorados" de esa persona que les hace sufrir. Como ven, unos lazos tiránicos e invisibles les mantienen junto a unos cadáveres que cuanto antes se entierren mejor, pues hay relaciones que matan y otras que no permiten vivir; dejemos que ambas descansen en paz, es lo mejor para todos, pues una ruptura, lejos de ser un fracaso, puede estar vestida de éxito o, mejor aún, ser una salvación.

A veces seguimos enamorados de la persona que era, sin ver la que ahora es, recordando otros tiempos, soñando con que vuelvan, imaginando que se pueden recuperar esas emociones compartidas. Y esto es codearse con el infortunio, hacerle el boca a boca a un cadáver, malvivir con la frustración en las espaldas, dejando un gran coste personal -no exento de riesgo- en el camino. Sí, sin duda, lo más peligroso de los amores tóxicos es que no se ve más allá, que no se asume que pueda existir vida después de la muerte de una gran historia, cerrándose a seguir con vida y también a la posibilidad de otros amores. Cavando, poco a poco, una fosa para ese cadáver andante que rehúye la alegría, se olvida de la sonrisa y pasea sus ojeras por un paisaje que le es indiferente. Dicen que a esto se le llama tristeza, otros prefieren hablar de depresión, de esa muerte lenta que acecha entre las brumas de la somnolencia, hecha de nombres impronunciables de ansiolíticos y antidepresivos. Se llame como se llame, siempre va envuelta en una manta y persigue todos los sofás. A veces se camufla en el paisaje y logra que se pierda el norte, impasible ante los navegadores y las brújulas, obsesiva buscando un acantilado, persiguiendo el final de la agonía, convirtiéndose en la asesina de su propia historia, usando una nueva arma, la de la palabra.

Han leído bien, la palabra, un concepto tan plural y pleno que puede herir de forma mucho más espantosa que cualquier arma de acero. A una persona asesinada se la entierra en el cementerio o se la incinera y allí encuentra la paz que tanto busca. Pero al que han asesinado con certeros cortes en el corazón hechos por un amor tóxico o enfermo, rasgando sus sentimientos y mancillando su dignidad, alejándole del horizonte y empujándole a la locura, tiene que seguir viviendo y, sin embargo... ya no lo hará de la misma manera. Este tipo de crímenes quedan impunes, pues no hay legislador capaz de enjuiciar estos delitos. Por eso es de esperar que al menos el remordimiento sea su condena.