LOS POPES del sindicalismo, los mandatarios del mundo que gobiernan con el engolamiento establecido por las normas del estiramiento, los premiados con este o aquel galardón, los deportistas de élite, cansadas sus manos de firmar autógrafos; los artistas de películas ridículas fabricados de silicona y de afeites postmodernistas, los políticos que han acabado su periplo pero que, escondidos, andan en consejos de administración o en los recovecos que tiene el Estado para darles cobijo mientras vivan, los directivos de la banca que se retiran o se reparten a final de año millones de euros con una sonrisa que les va de oreja a oreja; todos esos y más que sacan pecho, que miran al sol y cuya mirada desviada se pone en contacto con el Altísimo o con su conciencia asaeteada de problemas y que creen que sin ellos el mundo se rompería en mil pedazos y que cualquier aventura sin su control solo espera el fracaso; lo mismo que los románticos de la guerra, los melancólicos de sueños, los que tienen tantos dispositivos de poder que piensan que se puede decir lo que les venga en gana, que sin darse cuenta lo que están es traduciendo sus debilidades, sus complejos castrantes, que les hacen dar tumbos cuando se encuentran con sus soledades, cuando se interrogan y no están capacitados para obtener respuesta alguna, y en ese claroscuro de su personalidad se ven como mequetrefes y guiñapos de la nada; todos creen que valen, y valen bien poco. Y no digamos nada de los que saben de todo y son, más que otra cosa, el prototipo del fantasmeo ambulante.

Y esto es así por la falta de consideración que tienen consigo mismos; mandan leñazo tras leñazo, que son rebuscos de sus intrigas, y en voz baja mascullan una ristra de tacos porque no soportan que su poder se cuestione y maldicen casi todo en voz baja, enhebrando frases dentro del más enrevesado marco esquizofrénico.

Y no son dos ni tres los que se creen insuperables, imprescindibles. Son muchos más, y siempre dejándose ver con malas artes, con aspavientos caducos, con monsergas de charlas de café o de masculleos en la sordidez de un despacho mugriento hecho de fantasías y de ridiculez; y cuando se reúnen, unos de aquí y otros de allí, para resolver los asuntos del mundo más que otra cuestión parecen petrimetres de un circo que pretenden ejercitar como domadores de todas esas fieras que han fabricado con su deslustre, su sombrajo y su incapacidad ciertamente llena de peligro, porque desde los contubernios, desde las traiciones y desde la majaderías de la insulsez, sí que contribuyen al disparate, al descalabro y a eludir responsabilidades mediante el engaño y la mentira.

Y valen, claro que valen, pero al final su valor se queda en eso, en un precio bajo, sobre todo en el desprecio producido a los que miran distantes cuando los distantes en realidad son los que en su día tendrán el poder y decidirán qué hacer, sobre todo con personajes carentes de sencillez, de elegancia y que pretenden arrumbar a cualquier sitio con sus dotes de mando prestado por el baboseo o por el adulamiento.

Situarse en la vida cuesta; subirse al carro del esplendor y del triunfo también. Pero hacerlo por sí mismo, por sus propios méritos, con horas y horas de esfuerzos y de preparación, no es fácil, y si se está en lo más alto es porque el viento ha soplado a favor, porque ese mismo viento, cuando sople en contra, acabará empujándolos ladera abajo; y, como diría Bertolt Brecht, "¿es un hombre?: ¿qué precio tiene?".