LARGAS y productivas, las que hice con mi buen amigo Álvaro González, recorriendo la Península de norte a sur, y haciendo hasta ocho mil kilómetros, la mayoría de veces en un SEAT 600 alquilado en Madrid. Hace poco que nos ha dejado, víctima de esa dolorosa plaga que azota a cualquiera, sin tener en cuenta la edad. Es triste escribir a toro pasado sobre una persona con la que compartí trabajo, amistad e inquietudes, pero recordar y evocar los buenos momentos es mi forma de homenajearlo, y como dijo el sacerdote en la misa de duelo, "nadie debe juzgar comportamientos de otro".

A mitad de los sesenta coincidíamos a diario porque nuestros trabajos estaban en la misma zona. Echábamos más de doce o catorce horas diarias, por eso ahora me parece ver gente cansada por naturaleza. A veces, cuando salía a las diez de la noche, aún había luz en su empresa, preparaba el terreno para el día siguiente, me pasaba lo mismo, pero todavía quedaba algo de tiempo para hablar de los problemas del día. Álvaro era constante, tenaz y un luchador incansable. Los sábados a las tres de la tarde era la hora del reposo del guerrero, nos reuníamos en casa a comer tortilla española, unas tapitas de queso y jamón, una lata de cangrejo ruso que costaba 50 pesetas (ahora vale más de 23 €), y una buena botella de vino para la grata charla de sobremesa. En otras ocasiones salíamos con nuestras mujeres y otra pareja, Arturo y Nina, y tras una agradable cena, echábamos una perrita de baile en Candelaria.

Durante un tiempo nuestros caminos se separaron porque me mudé con la familia a Santa Cruz, pero al trasladar mi empresa a La Cuesta volvimos a coincidir cuando él trabajaba de director en una compañía importante de la zona. De carácter serio, era también voluble y enamoradizo, y su tez y cabello negro azabache tenían mucho éxito entre las féminas, que preferían ese ideal de hombre ante los de piel y pelo más claro. Me recuerda a una copla de la revista de Jacinto Guerrero, "La blanca doble": "Moreno tiene que ser el hombre que me camela...".

Vivimos momentos divertidos y entrañables, tanto personales como laborales, y conocimos a mucha gente del sector alimentario. Era una convivencia de hermanos compartiendo todas las horas del día. Como en un viaje a Madrid, donde nos comportamos como críos porque el día había sido muy productivo, y acabamos en el hotel haciendo una guerra de almohadas y cargándonos un querubín de escayola. También descubrimos muchos sitios en los viajes en carretera, casi siempre bares de camioneros donde parábamos a comer, y vaya bocatas de calamares nos comimos en uno de camino a Valencia. Buenas noches fueron las de carnavales, muchas de guías turísticos, pues siempre había algún visitante que aprovechaba el traslado por trabajo para conocer la fiesta, y su cara era un poema al ver la calle o verse disfrazados, como a un amigo que vestimos de caperucita roja con unas trenzas de esparto, que al ser bajito le llegaban al suelo. Muchas bromas al llegar a los hoteles y tener que compartir habitación, como una noche en Las Palmas en el hotel Pinito del Oro. Solo quedaba una habitación libre y éramos tres, entonces pusieron un catre pequeño entre las dos camas, y en medio le tocó al pobre de José María Virgil, que se acostó perfumado y con un pijama color rojo, y de broma amenazamos con meterle mano, y el respondió contundente: "¡No jodas!".

Las circunstancias de nuestras respectivas vidas nos separaron. Nos reencontramos diecisiete años después con el triste y súbito fallecimiento de su hijo Álvaro, un mazazo para su familia. Ahora descansa por fin tras una etapa final difícil, donde recibió calor y cariño de su familia, que sin rencor y resentimiento se ocuparon de él en sus últimos días. Mucha pena y tristeza al escuchar las palabras de su hijo pequeño: ¡Papá te quiero! Descansa en paz, amigo.

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