HA LLEGADO la hora de la verdad. Ha llegado la hora de la economía. La misión es harto difícil; de hecho, y para no engañarnos, habría que decir que España está sufriendo un "tsunami" económico de consecuencias impredecibles que nos ha sumido a todos los españoles en "la tormenta perfecta", y así estamos, dando tumbos de aquí para allá; unos, los que más suerte tienen, agarrándose a donde pueden y en donde les dejan las circunstancias, mientras que otros, los menos afortunados, nadan a contracorriente evitando ser tragados por las olas.

La misión que tiene Rajoy es dura, difícil y desagradable; no debe de ser plato de buen gusto estar en estos momentos en su pellejo. Por ello, si yo fuera él, solicitaría inmediatamente la colaboración, el esfuerzo y el sacrificio responsable de todos los ciudadanos sin excepción. Comenzaría por anunciarles que la solución a los problemas económicos que padecemos tiene una solución política. Pero para abordar con cierta garantía de éxito tal reto antes es necesario devolverles a los ciudadanos la confianza perdida en sus gobernantes y en sus instituciones; es decir, es necesario devolverles el protagonismo que nunca debieron perder.

Para ello, en primer lugar hay que decirles la verdad. Exponer con claridad lo que sucede, y en las circunstancias reales en las que nos encontramos, por muy cruda que sea esta realidad. Posteriormente, exponer cuáles son las medidas que hay que adoptar para paliar lo antes posible la debacle que se nos avecina si no comenzamos a trabajar en ello cuanto antes; no en vano, la economía es experiencia, pero también aplicar el sentido común.

Entre las primeras medidas que habría que adoptar inmediatamente se encontrarían acortar el tiempo que ha de transcurrir hasta que comience a funcionar el nuevo gobierno. Estamos ante unas circunstancias excepcionales y, por tanto, hay que adoptar medidas de igual calibre. Hay que generar confianza dentro y fuera de nuestras fronteras ya; unas fronteras que antes limitaban con Francia y Portugal, pero que ahora han dejado de ser líneas políticas y geográficas para convertirse en barreras económicas que nos delimitan y nos atenazan impidiéndonos casi respirar.

Algunos de esos límites son: cinco millones de parados; casi 700.000 millones de euros de deuda pública; más de 500 puntos básicos de prima de riesgo; una economía estancada que no sube del 0,8 del PIB; un déficit público del 9,3%; decenas de miles de empresas que tienen que cerrar, llegándose el caso de que cada hora que transcurre echan el cierre cuatro empresas, mientras que 550.000 autónomos han engrosado las listas del paro; el Ibex pierde más de 4.385 puntos y la morosidad financiera ronda ya el 7,16%; mientras más de dos millones de viviendas nuevas están sin vender.

Si yo fuera Rajoy, comenzaría a rezar todo lo que supiera mientras le ponía una vela a san Judas, patrón de los casos difíciles, y le rogaría que me ayudara a solucionar el hecho de gobernar un país como España, donde unos quince millones de cotizantes privados mantienen a unos treinta millones de personas; es decir, cada ciudadano que trabaja mantiene a otros dos. Un país donde la sanidad hace aguas por todas partes; donde la educación se ha politizado de tal forma que los derechos de los alumnos han dejado paso a las exigencias de educadores y padres a convertirse en protagonistas de la historia; en definitiva, un país donde las ideas políticas se han ideologizado sectaria y visceralmente buscando enemigos donde había que poner a los adversarios.

Si yo fuera Rajoy, comenzaría por tomar las siguientes medidas: en el mercado laboral flexibilizaría la regulación acercando los criterios de decisión a empresas y trabajadores, además de crear el contrato único, haciendo desaparecer la obligatoriedad de las renovaciones automáticas de los convenios colectivos que, normalmente, vienen vinculados al aumento del IPC, haciendo, además, que tengan prioridad las negociaciones a nivel de empresas sobre las negociaciones propias del sector, autonómico o nacional; recuperaría lo más urgentemente posible la credibilidad de las cuentas públicas, controlando y fiscalizando exhaustivamente el gasto público; asimismo, es urgente recapitalizar el sistema financiero para que tanto las empresas como las familias puedan disponer de financiación; acabaría de un plumazo con la duplicidad de competencias entre administraciones, así como acometería una reducción inmediata de cargos y empresas públicas, incluidas las embajadas, la policía política y las televisiones autonómicas. Además, lucharía denodadamente contra la corrupción política sin importar el signo político de los culpables; tomaría medidas inmediatas y eficaces para recuperar la independencia del poder judicial y, sobre todo, de la Fiscalía del Estado. Pero, sobre todo, lucharía por devolverles a los españoles la ilusión y la esperanza. Esto para empezar, pero, claro está, yo no soy Rajoy.

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