ESE AÑO fue significativamente agridulce en mi vida. Con diecisiete años recién cumplidos sufrí la pérdida de mi padre, y, meses más tarde, la familia regresó a la isla después de casi doce años en tierra paterna, Jaén, donde, a pesar de las dificultades tras la posguerra, fuimos queridos y bien acogidos, y de la que guardo imborrables recuerdos. Nada más llegar a Tenerife, entré a trabajar en una empresa que se dedicaba a negocios muy dispares: compraventa de propiedades (en especial de galerías de agua), industria de fibrocemento, exportación de tomates y papas al Reino Unido, fabricación de galletas... Mi jefe, Leocadio Ramos, del que he hablado en otras ocasiones porque guardo un grato recuerdo por el gran afecto que me profesó, era conocido como Juan Chirijel (apodo que le pusieron porque trabajó como canalero en una galería de agua con ese mismo nombre). Me trató como a un hijo y, en buena medida, lo consideré como mi padre. Durante bastantes años trabajé duro, y en esa época todo el mundo tenía trabajo. Existía una gran bolsa de negocios en la plaza de Weyler, a la que mi jefe acudía cada mañana. Por la tarde lo acompañaba para ir entrenándome, porque se hacían muchas transacciones de compraventa de participaciones o acciones de galerías, uno de sus negocios. En general había mucha seriedad, y con un simple apretón de manos se zanjaban los tratos. En esa época se acuñó el término de “aguamangantes”, y aunque en la viña del señor siempre hay ovejas negras, gracias a los que hacían lo correcto se podía extraer agua de las galerías para regar las parcelas agrarias, entonces baluarte de la economía. El Estado le dedicaba poca cosa al sector, más bien pasaba de largo. ¿Qué tiene que ver Ramira en este baile? Pues mucho. Hace unos días, coincidí en un ascensor con una señora menor que yo que no paraba de mirarme. Después de varios segundos de indecisión dijo: “¿Pepito?”. Estaba claro que me conocía, de joven, y de verme por Candelaria, dijo. Resultó ser su sobrina, y entonces recordé cosas de aquella época. Ramira regentaba una casa de comidas en la calle Juan Padrón, más bien Puerta Canseco. ¡Hacía los mejores tollos de la isla! A diario preparaba tres calderos de comida: uno de carne con papas, otro de asadura y otro de tollos. No faltaban las papas guisadas, y las fritas, cuadradas, que eran todo un manjar. Era una mujer buena y trabajadora. Habría el negocio temprano y cerraba en cuanto se vaciaban los calderos. Me tenía mucho cariño, como ratificó su sobrina. No en vano estuve más de diez años seguidos comiendo allí todos los días, y remataba la faena con media docena de plátanos, por eso tengo ahora esta cara de concejal. Llegaba sobre las dos de la tarde y ya estaba cerrado, pero le tocaba por el ventanillo: “Pepe el de Igueste”, le decía, y ella, remedándome y rezongando, contestaba: “Pepe el de Igueste, Pepe el de Igueste...”. Me abría la puerta y yo le daba un abrazo, un beso en la frente y le pasaba el brazo por el hombro, mientras entrábamos a la cocina. Le destapaba los calderos (siempre me ha gustado destapar calderos), y ella gruñendo decía “quita, quita...”, pero sabía que le gustaba. Nuestras raciones (la de mi jefe y la mía) siempre estaban separadas; era una mujer muy honesta. Era conocida sobre todo por la gente del interior de la isla y por aquellos que transitaban la bolsa de negocios. Con la comida despachaba dos o tres cajas de cerveza y un par de garrafones de vino de La Victoria, y con ello mantenía su casa. No tenía más ambición. Años atrás la casita terrera acabó siendo derruida y ahora es un edificio de varias plantas, pero Ramira, que hace bastante que falleció, sigue en el recuerdo de mucha gente. Hoy me apetecía evocar su historia, pues no debe uno olvidarse de la gente buena que ha pasado por su vida. aguayotenerife@gmail.com