Los últimos años han conocido muchas menciones a las nuevas tecnologías de la comunicación cada vez que se avecina una campaña electoral. Y, sin embargo, la verdad es que esas nuevas tecnologías están lejos de tener una influencia importante en el desarrollo de tales campañas, en general, y en la que actualmente transitamos, en particular. No, no me gusta el sesgo de esta campaña, y vuelvo a sentirme defraudado ante el papel que los políticos dejan a los medios para contar los mensajes que pretenden transmitir a la sociedad.

Estamos en lo de siempre, y los medios nos vemos arrastrados a lo de siempre: mensajes excesivamente simplistas difundidos por los canales de siempre -mítin, cartelería, vídeos de impacto no siempre ''sancto'', publicidad convencional--. Alejamiento de los candidatos con respecto a los periodistas que siguen los mítines. Y, claro, utilización de las televisiones, especialmente las públicas, para encorsetar el mensaje puramente periodístico y convertirlo en meramente propagandístico.

El encorsetamiento se extiende, claro está, a los debate televisados, que más parecen una sucesión de monólogos reglados por el cronómetro que un ejercicio de debate sobre lo que se ofrece al ciudadano.

¿Resulta todo esto, que deriva en un enorme aburrimiento de todos aquellos que no sean ''fans'' de la cosa, inevitable? A veces, lo parece. Nuestros políticos no saben, no quieren o no pueden sacarle todo el partido a Internet como para conseguir con la Red, con las redes sociales, contactar directa y completamente con los electores y convertir en novedosas las hoy rutinarias campañas. Simplemente, se sienten incapaces de renunciar a la antigualla del mítin aplaudidor y donde se concentran exclusivamente los decididamente partidarios: un baño de masas nunca viene mal...

La legislación que, rara avis, han consensuado los grandes partidos convierte en especialmente rígida la información televisada. Y la creciente distancia que los políticos de primera fila imponen respecto de los periodistas que saltamos a su lado, de mítin en mítin, ha hecho que una iniciativa en Twitter, pidiendo no cubrir las informaciones en las que los redactores no puedan hacer preguntas y obtener respuestas coherentes, tenga un éxito sin precedentes entre la profesión.

Otra cosa será, claro, que esas iniciativas tengan una repercusión perceptible. Porque los informadores seguimos siendo muy dependientes del ''dijo y añadió'' que nos sirven nuestros políticos y, en algunos casos, es de temer que tengamos que acusarnos de excesivo seguidismo con respecto a lo que dicen los candidatos, y su entorno, en sus comunicados y discursos. Y, así, en campaña se simplifican hasta extremos increíbles los mensajes -véase, si no, lo que ha sucedido y está sucediendo con la controversia sobre Bildu y su legalización o no-. Al tiempo, se empobrece hasta la exasperación el debate político precisamente cuando más habrían de afinar los ciudadanos en sus exigencias a cambio de su voto. No quiero perder la esperanza; pero lo cierto es que, hoy por hoy, a los muchos agobios económicos que padecen los medios, al cierto seguidismo en que a veces algunos incurrimos, hay que añadirle un patente desprecio por parte de las fuentes a eso que un día se llamó, pretenciosamente, ''cuarto poder''. Y eso explica que los periodistas estemos en los últimos puestos del ''ranking'' de profesiones de prestigio, cuando hace apenas una década ocupábamos lugares de honor.