NO ES UNA OBSESIÓN nuestra sino la más fehaciente realidad: Las Palmas es una isla muy pequeña. Es la cagadita de mosca en el mapa del náufrago. Es hora de que sus dirigentes políticos y algunos de sus habitantes -no todos, pues aunque la locura es grande, todavía no ha alcanzado los niveles de la demencia colectiva- caigan en la cuenta de que no son tan importantes como piensan. No es cierto que todo el mundo mundial esté pendiente de ellos. Han de admitir de una vez que su isla no es una gran isla sino una más del Archipiélago, y no precisamente la más grande, ni la más poblada, ni la más importante, ni la poseedora de los mayores encantos naturales. Ese erróneo concepto de grandeza data de los tiempos de los normandos Gadifer de la Salle y Jean de Béthencourt o (Juan de Bethencourt), cuando ambos iniciaron la ocupación del Archipiélago. Los dos pensaron que Canaria era la mayor de las islas, pero cometieron un error. Es una isla pequeña en la que no cabe ni un tren de juguete, y mucho menos ese "ferrocarril" transiberiano que impulsa el Cabildo canarión de la mano de su vicepresidente, Román Rodríguez. Un político nefasto -ya lo fue en su etapa de presidente del Gobierno de Canarias-, fundador de un partido llamado Nueva Canarias-Nueva Gran Canaria, aunque la segunda parte del nombre la ocultan últimamente. Si llega a construirse ese tren -lo cual supondría un posible delito de malversación y hasta de prevaricación- caería al agua porque no tiene espacio para moverse. No en vano casi la mitad de sus escasos 57 kilómetros de recorrido -un tren para medio centenar de kilómetros; eso no se le ocurre sino al que asó la manteca y a los canariones- tienen que transcurrir bajo tierra, con un enorme costo adicional, porque en la superficie de la isla no queda espacio. Tampoco hay población que trasladar, salvo tres o cuatro turistas que llegan a la Isla engañados por el "gran"; personas a las que se puede mover con un par de guaguas. Nos duele decir esto, pero es la verdad. Ningún visitante extranjero, tanto procedente de la Península ibérica -Canarias no es España y, en consecuencia, los españoles son extranjeros en Canarias- como de otro país europeo, asiático o de cualquier continente iría a Las Palmas si no existiese el falaz y mentiroso reclamo del "gran", pues nadie acude con plena conciencia de lo que hace a una isla desangelada, llena de secarrales, calva de montes, carentes de cumbres -alta montaña empieza a los 2.000 metros y Canaria no pasa de los 1.900- y en la que la nieve, tan abundante estos días en las majestuosas cumbres y en los frondosos bosques de Tenerife, es una rara diversión para los lugareños canariones que apenas tienen posibilidad de verla una docena de veces en su vida. Lo único abundante en Las Palmas es la ambición y las ansias de hegemonía de sus políticos y dirigentes. Lo demás, salvo una hectárea en la Vega de San Mateo, es pura sequedad y fealdad.

El nuevo Estado canario suprimirá estos engaños al pueblo de todas las islas en general y al propio pueblo de la tercera en particular, porque las mentiras son dañinas vengan de quien vengan y afecten a quien afecten. No negamos la existencia de importantes figuras de Las Palmas, como Pérez Galdós y Alfredo Kraus. Respecto a este último, nos parece muy bien que el auditorio de Las Palmas lleve su nombre, porque es el nombre de una figura mundial; es decir, un nombre que suena en todo el planeta. No es el caso de Adán Martín, a quien deseamos y esperamos que esté en la gloria de Dios, cuyo nombre no dice nada fuera de Canarias y aun, lo apuntábamos en un comentario reciente, fuera de Tenerife.

En nuestro editorial de ayer hablábamos de nuestros enemigos. Pese a ellos, seguiremos ocupándonos de las tres campañas que hemos asumido, tanto en nombre propio como en representación del pueblo canario al que siempre defenderemos. Lo hacemos porque la vehemencia del pueblo nos apremia; nos impulsa.

La primera de esas campañas es conseguir la libertad, la dignidad y la identidad de los canarios. Queremos recuperar nuestra soberanía quitándonos el yugo español como España acabó en su momento con la ocupación francesa de su territorio. Nuestra segunda campaña va en contra de ese "gran" confuso indebidamente colocado delante del nombre de la tercera isla. Nuestro tercer empeño es que se supriman los ayuntamientos excesivos. No que los pueblos pierdan sus señas de identidad, pues estas deben quedar intactas, sino que desaparezca la excesiva caterva de políticos y funcionarios ociosos, pues el pueblo no puede consentir que lo sigan esquilmando.