LES CUENTO que todavía estoy descubriendo, poco a poco, la isla que me vio nacer. El terruño, al que vuelvo cada vez que me es posible, me atrae irresistiblemente con su fuerza de vida. Tenerife me llena y me hace vibrar de emoción cuando contemplo sus paisajes de volcán, mar y bruma; cuando recorro sin tregua los entrañables rincones que dan un significado especial a mi vida. Quizás sea porque, de alguna manera, ellos forman parte de mí y yo formo parte de ellos. Cada vez que visito estos altares naturales suelo impregnarme de su energía positiva; con ello, al mismo tiempo, saboreo la esencia del recuerdo. No sé si a ustedes les resulta o no, pero para mí es como si se tratara de un ritual caprichoso al que me he acostumbrado por culpa de la cruel distancia. Es este un sentimiento profundo con suspiros de folía difícil de explicar; está ahí adentro, acurrucado, esperando el momento elegido para salir a la luz del sol canario y de su patria, envuelto no solamente en cielo y océano, sino también en horizonte y lava.

Las melodías de un timple ilusionado decoraban el fondo musical de la excursión improvisada al norte de la isla. Esta vez tocaba visitar un lugar lleno de encanto en el cual, que yo recuerde, nunca había estado. Para llegar hasta el mismo subí por la carretera que va desde el Realejo Alto a Icod el Alto. Una vez allí, el mirador de El Lance me impresionó con las espectaculares vistas panorámicas que ofrece desde su soleado y visitado "balcón de las alturas". Desde dicho lugar, se contempla en todo su esplendor el Valle de Taoro con sus municipios de La Orotava, Los Realejos y el Puerto de la Cruz, todos ellos situados frente a la inmensidad del océano. El mirador lo preside una imponente escultura en bronce dedicada al mencey Bentor. Según la tradición, el último mencey guanche se arrojó al vacío desde este lugar para no entregarse a las tropas castellanas. Después de recrear gratamente la vista con lo que les relataba anteriormente, aproveché para sentarme en una de las estratégicamente situadas mesas del quiosco-bar; allí saboreé el cortadito de turno, y digo esto porque el susodicho me supo servido con nuestro acento. Mari Luz, una señora isleña de mirada vivaracha y bastante simpática a la que conocí por casualidad en aquel escenario, me contó sin tapujos y en canario algunas de las tradiciones de los alrededores. Sin duda, una experiencia interesante y enriquecedora la de aquella tarde. Un poco más arriba, sobre el verde valle, se encuentra el mirador de La Corona; este último, también con vistas de esas que quitan el hipo. Pero eso, si me lo permiten, se lo cuento en otra ocasión.

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