1.- Un paseo por entre las frondas que no se decoloran, sino que se arremolinan, del parque del Taoro evoca agradables vivencias de un tiempo mejor. No ya por las casas de inspiración británica que ocupan los antiguos bancales de la Montaña Miseria, sino por los recuerdos de excursiones lejanas de mi infancia. Con dos amigos portuenses recorrimos el lunes, en coche, aquellos parajes olvidados de la memoria y me doy cuenta de cuántas cosas hermosas existen, tan cercanas, y sin embargo tan poco a la mano. El Puerto de la Cruz es una cajita de sorpresas; siempre lo fue. Y ya no por el misterio que generan otras culturas asentadas en sus pocos kilómetros cuadrados de superficie, sino porque esas influencias se ocultan entre buganvillas y flamboyanes encendidos, entre chimeneas brillantes limitadas por maderas del África y balcones de tea rigurosa, con los que no han podido el sol, el viento ni el agua. Adentro conviven óleos de caballeros de uniforme, antepasados de las nobles familias del Valle, con muebles del dieciocho fabricados por artesanos de Londres y por ebanistas de La Orotava, terminados en patas de león y en columnas de redondos laberintos.

2.- Tradición británica de este Valle, en el que después de la gran riada se ha negado a ocultarse el sol, que nos brinda ahora días inolvidables. El Taoro es una síntesis de la cultura británica que sabe a malaria y a juego del cricket, tan que ver con los libros traídos del África negra que un día poblaron los anaqueles de aquellas fastuosas mansiones de la esclavitud. Esos libros se compran ahora en las kermeses que organizan las viejas familias que sobreviven, cuando se ha muerto el último habitante de la mansión. Unos rastros tan rancios como la propia tradición, en los que la plata se mezcla con las latas de galletas inglesas que a nadie se le hubiera ocurrido guardar sino a un británico ahorrador. Porque los británicos conservan los objetos más inverosímiles, para que luego los liquiden sus nietos.

3.- El paseo me sirvió para agitar la olla de los recuerdos, pero también para constatar la belleza de este lecho volcánico del que surgen edificaciones hermosas que casi nadie ve, porque las han tapado las frondas. Veredas por las que únicamente transitan los automóviles de las familias que han tenido la suerte de quedarse; jardines de variedades florales que sólo existían en los sueños; pequeños arroyos desconocidos que van a parar a estanques tapados por plantas acuáticas poco comunes. Y una sensación de frescor en medio de un sol implacable, acariciado por la calima de este día, que nosotros llamamos tiempo sur. No quería regresar a la realidad sino seguir viviendo aquella tarde de mi infancia, pero el implacable crepúsculo me devolvió a este mundo. Tengo que tornar a acariciar la página del pasado que me brindó este lunes inolvidable.