A DIFERENCIA de lo que piensan los nacionalistas radicales, los territorios carecen de prebendas o condiciones sociales que impliquen un determinado comportamiento. Cuando se legisla, se hace pensando en los habitantes de un determinado lugar, no, precisamente, en dicho lugar en sí. Si se yerra en lo que se legisla, es evidente que no puede sentirse afectado o afligido el territorio, sino, en todo caso, sus habitantes. La dignidad, pues, radica en las personas y no en los territorios que pueden conformar una determinada comunidad. Los territorios permanecen. Las personas vienen y van conformando un determinado balance, llamémosle historia.

Aunque es verdad que los territorios ni sienten ni padecen, al menos desde un punto de vista tradicional, no es menos cierto que debemos ser respetuosos con aquella tierra que nos cobija y a la que debemos, como mínimo, gratitud y lealtad. Pero no sólo a ella, sino a lo que ésta representa y guarda como huella indeleble de lo acontecido a lo largo del tiempo. No es de bien nacidos renegar de un pasado que otros, para bien o para mal, han plasmado conformando un legado que, se quiera o no, ya forma parte indeleble de nuestra propia cultura. Somos lo que somos a pesar de nosotros mismos. Y a este respecto, es más que evidente que el humanismo cristiano ha aportado, y de hecho sigue aportando hoy día, la necesaria correlación entre fe y razón como único camino para superar la discriminación, la intolerancia y determinados fundamentalismos radicales, así como algunos relativismos morales que se oponen a la construcción de la nueva Europa.

No podemos, al menos los europeos que creemos en el pensamiento jurídico romano y en nuestras verdaderas raíces judeo-cristianas, enterrar nuestro espíritu ni seguir cediendo más terreno en lo moral y en lo intelectual; ya lo hemos hecho bastante en lo económico y en lo político, y así nos va. No podemos seguir relativizando la importancia que tiene el que estemos permanentemente dudando de nuestros principios morales, condicionando la verdad a algo meramente subjetivo que puede sobrevivir en función de la aportación, impuesta o no, de otras culturas o de otras religiones, sean éstas las que sean. Nuestro legado puede y tiene que ser defendido. Nuestras dudas y nuestra propia indefinición es nuestro peor enemigo. No podemos sentir complejo por defender unos determinados valores: la libertad de educación, prensa y mercado, la democracia, la igualdad entre hombres y mujeres, la familia, un Estado fuerte pero no intervencionista?

Si sentimos la sensación de que los europeos estamos siendo "conquistados" cultural y religiosamente, puede ser debido a nuestra manifiesta, cómoda e indolente paganidad, que nos conduce a una imprudente actitud de dejación y laxitud con respecto a nuestra responsabilidad ante la defensa de la herencia cultural y espiritual de nuestros ancestros. Pero el peligro va más allá: estamos siendo islamizados sin aparentemente darnos cuenta. Nuestro pretendido avanzado progresismo nos está conduciendo a admitir, por aquello del respeto a la multiculturalidad, que paseen por nuestras calles miles de mujeres embutidas en el burka. Ya no es una cuestión de un pañuelo -el velo islámico- que algunas mujeres musulmanas llevan colocados sobre sus cabezas, se supone que libremente; la vestimenta es sólo la punta de un iceberg que cobija, sobre todo dirigido a las mujeres, una retahíla de limitaciones y de prohibiciones que atentan directamente contra la dignidad de las personas.

Es evidente que el Estado no debería entrar en pronunciamientos sobre la dimensión privada de las religiones; a menos que la conducta externa de determinados feligreses y feligresas rocen el extremismo y/o la radicalidad, o que sus vestimentas constituyan un símbolo que predisponga, clara y abiertamente, a la discriminación. No podemos aceptar, al menos sin presentar una pertinente batalla ideológica, una contrarreforma islámica que puede representar para los europeos no sólo un problema político, sino, sobre todo, de seguridad. Europa -Oriana Fallaci la llamaba Eurabia- no puede ceder su hegemonía y su liderazgo en unos momentos en que se está reestructurando el orden internacional. Los europeos debemos defender nuestros propios principios y nuestras propias reglas en contra, sobre todo, del fundamentalismo irracional, así como en contra de la cobardía que representan el terrorismo, en general, y el de origen islámico, en particular, esforzándonos en lo posible por encontrar una solución global que combata de una forma sana, eficaz e inteligente esta lacra que tanto nos aflige y que nos tiene desarmados moral e ideológicamente.

Pensemos en ello. Es mucho lo que nos jugamos. En definitiva, como decían en las Cruzadas, "quien no es capaz de defender su ciudad, su cultura, su religión o su herencia, no merece conservarlas".