A MÍ la circunstancia de que un señor acuda a misa los domingos me parece muy respetable. Tanto como que otro señor vaya a una sinagoga cada sábado, otro a una mezquita los viernes y un cuarto siga las enseñanzas de Buda. Incluso me sigue pareciendo igual de respetable que todos esos señores intenten, cada cual a su manera, llevarme a la fe que profesan, pues depende de mi libre albedrío dejarme convencer o persistir en el descreimiento. Sin embargo, el hecho de que esos mismos respetables creyentes quieran imponerme sus costumbres, de buen grado o a la fuerza, ya no me parece tan respetable.

Acaso porque había crecido en una ciudad a la fuerza cosmopolita -el Puerto de la Cruz-, pensé que ningún mal causaba a nadie yéndome a vivir con mi novia sin haber pasado por la vicaría. A fin de cuentas, y dado el parco sueldo que cobraba en el periódico que dirigía mi maestro don Leopoldo Fernández Cabeza de Vaca, compartía piso con un amigo, pero -y que me perdonen los gays si los ofendo al decir esto- siempre he preferido vivir con una señora que con un señor. Pensé, insisto, que eso no le importaría a nadie, mas estaba equivocado. El señor Cabeza de Vaca puso el grito en el cielo apenas se enteró. Lo primero que hizo fue llamar a mi novia y exigirle que pusiera fin al vergonzoso concubinato -no voy a consentir que viváis en pecado delante de mis narices-, pues de lo contrario haría pública la lista de sus amantes. Suerte para mi prócer que entonces no existía el Instituto de la Mujer ni estaba vigente ninguna de las leyes actualmente al uso; en caso contrario, su ataque de moralidad le hubiese costado un disgusto.

La chica me lo contó llorando. ¿Qué le podía decir, salvo que todo aquello carecía de importancia? Si era falso, porque era falso. Y si no, pues también, ya que el supuestamente inmoral comportamiento había acaecido antes de conocernos, y nunca le he pedido el certificado de ser virgen a ninguna mujer para invitarla a cenar. Fracasado en su catequista intento, repitió el señor Cabeza su treta conmigo. Estuve a punto de mandarlo al carajo, pero, háganse ustedes cargo, era el director del chiringuito. La alternativa era la puta calle; una posibilidad que don Leopoldo, siempre preocupado por mi recta formación me recordaba, cuando yo sacaba los pies de la maceta, para apretarme el zapato.

Dirá el señor Fernández que todo esto es falso. Afortunadamente quedan testigos de peso, y no lo digo por los kilos físicos sino por haber presenciado los hechos en primera persona. Verbigracia, Andrés Chaves, compañero de columna y a pesar de ello amigo, que se echaba las manos a la cabeza ante lo que veía. También me entregó unas cartas, hace un par de años, una persona entonces relacionada con aquella chica "díscola". Dice un proverbio chino que la tinta más pálida es más permanente que la memoria más retentiva, y me temo que la memoria de mi maestro sufre actualmente ciertos efectos transdérmicos. El caso es que al final, y tras una serie de vicisitudes no menos interesantes aunque tediosas de narrar, mi novia y yo acabamos en EL DÍA. Casa en la que jamás nos preguntaron qué hacíamos antes de entrar a trabajar ni qué después de salir. Entonces el señor Cabeza la tomó con este periódico. Pero eso, que también guarda la pálida pero indeleble tinta en las hemerotecas, lo cuento otro día. Tal vez mañana, o más adelante, pero no privaré a nadie de una curiosa historia.