TENGO Y HE TENIDO a lo largo de mi vida profesional compañeros y compañeras de trabajo, de oficina, de despacho. Compañeros de intereses, de profesión. Vamos a suponer que se me ocurre un día regalar una blusa a una de ellas o, lo que es peor, a uno de ellos. Qué vergüenza. De entrada, podría ser un mosqueo impresionante, pero el verdadero problema es que puede sugerir algo que a lo mejor no está en mi ánimo. Ni se me ocurre. O sí. Quién sabe lo que va a pensar ella. ¿Irá por ahí diciendo "este huevo quiere sal"?

En la empresa privada, siendo tus cuartos los que te juegas y más antes que ahora, puede ser hasta cierto punto normal aceptar regalos cuando eres o eras el objetivo de un buen negocio. Es muy natural que te inviten a comer en el mejor restaurante de esa ciudad, que te vayan a recoger al aeropuerto y que te trasladen. Que te paguen el hotel, por ejemplo. Que te acompañen a una obra de teatro, a los toros, al fútbol? pagando ellos la entrada. Los jamones por Navidad, los décimos de lotería, los favores de gestión en cualquier asunto en Barcelona o Madrid y un largo etcétera de dádivas con tus familiares cercanos, por un decir, siempre relacionados con ese negocio rentable para ambas partes. Te dejabas querer en este sentido y en este tipo de cosas porque, al fin y al cabo, sabías que lo pagabas de alguna manera. Tú hacías lo mismo con tus clientes.

Ves, cuando trabajas para otro, la cosa cambia un poco. Tu empresa o quien te paga debe conocer los favores que te hacen. Por lo menos saberlo y consentirlo. Puede ser habitual en esa profesión, pero el deber es no dejarte influenciar nunca y además no esconder ni una de esas teóricas atenciones. Todas las empresas tienen una partida que se llama gastos de representación, y los negocios a veces primero tienen que entrar por las palabras, por los vínculos, por la cercanía, por la afinidad, por la confianza, por la "amistad"?

Según mis noticias, cada vez, incluso en la empresa privada, se actúa más por profesionalidad. Ya de jamones, nada; una tarjetita de felicitación y punto. Ya, de ir a buscar o invitar a comer, nada; si viene, es porque le ofrezco el mejor servicio, la mejor calidad y el mejor precio. Que coja un taxi. El negocio es para los dos. ¡Hola y adiós!

Con esto que digo no voy a inventar la pólvora, pero en la función política o de gestión pública sí que no cabe el pasteleo ni las medias tintas. La cosa cambia radicalmente. No sólo hay que ser honrado, sino además parecerlo. Aquí si que se impone la pulcritud absoluta. Pulcritud.

"Claro que me pago mis trajes", ha asegurado el presidente de la Generalitat Valenciana, Francisco Camps, expresando su tranquilidad absoluta y la de sus compañeros del PP por las cosas que hacen todos los días, y ha calificado de "injusto" intentar sembrar dudas sobre su Administración.

Diferenciemos, pues. Las dos cosas son malas y deben salir a la luz, pero no son iguales: 1.- Meter mano en la lata del gofio. Es decir, cobrar comisiones por "B", hacer cambalaches con beneficios, dar licencias por lo "bajini", no cobrar servicios públicos, obviar expedientes, saltar a la torera las dinámicas a cambio de "regalos", etc. 2.-Aceptar excesos de agradecimiento. Veinte kilos de plátanos enviados a casa del político de turno, una cabra, un descuento en una ropa, una cena, un concierto, una gestión para los estudios de tu hijo?

Un político o cargo público no debe caer jamás en la primera clasificación. Es robar y al que pillen con los mecanismos de control que tienen que procurarlo, a la cárcel. En el segundo punto de la clasificación, si me regalan veinte kilos de aguacates porque soy D. Ricardo Melchior qué hago? ¿Se los devuelvo? Supongamos que lo acepto por no ofender. ¿Y si me regalan un traje?

¿Dónde está el límite de lo permisible o no permisible?

Es bueno que la mierda salga a flote. Aunque dé asco -Caso Gürtel, Comunidad de Madrid, Garzón, Galicia, espionajes?-

En Canarias: Las Teresitas, caso Salmón, caso eólico,...

Que aflore masivamente, la sentencia determina el antes y el después.