Para alguien que ha vivido tan de cerca nuestros carnavales, comienzo este artículo con la nostalgia de aquellos que viví ya desde muy niño, en aquella murga infantil, con trajes realizados con tela de saco, al que nuestras madres ribeteaban con unas cintas de colores y tocados con un simple gorro de papel y una enorme nariz de cartón que, unida a unas gafas de plástico y la cara tiznada con carbón, ocultaba nuestras caras de niño.

Nuestras letras no eran otras que las mismas que el año anterior habíamos oído y aprendido de aquellas murgas de antaño, pues no se trataba de otra cosa que emular a aquellas murgas de adultos, como la que había en mi barrio santacrucero de El Toscal, que a pesar de no ser una murga muy premiada, Los Megatones, estos eran para nosotros nuestro referente a imitar y nuestra murga preferida.

Me acuerdo de su director, D. Vicente Jorge Frías, quien oculto tras un enorme bigote y con una especie de palo largo de colores y una bocina de goma que usaba como batuta, solía desfilar muy, muy serio y tieso, eso hasta que, tras unas indicaciones con la bocina a la percusión, cortaba las estrofas de las canciones dando una patada hacia detrás.

Pude gozar de unos carnavales, rectifico, de unas fiestas de invierno, que se me antojan como inolvidables, tenían hasta su olor característico, olor a pintura, a pegamento, a las telas de satén y al almidón con el cual las planchaban, no había lentejuelas, ni telas broca- das y finas, era otra época, otra forma de vestir menos destelleante, pero aquellas telas y satenes lucían desde lo lejos.

Las Fiestas de Invierno, fueron alcanzando año tras año mayor esplendor, las murgas y rondallas ofrecían sus cánticos a los viandantes en cualquier esquina, el humo y el olor de los quioscos de aquella Plaza del Príncipe, donde saciaban a los carnavaleros y hacía posible continuar disfrutando de la fiesta a los más cansados y hambrientos.

Como durante esa semana carnavalera, se entremezclaban los paisanos que paseaban de lado a lado aquellas calles más céntricas, con aquellas máscaras burlonas que se metían con ellas, eso sí, de una manera muy cortés, sin pasarse de la raya, pero insistentemente te daban la tabarra con aquel ¿me conoces, mascarita?