Opinión
Pantallas en la escuela: ¿son el verdadero problema?
El consumo de pantallas durante el tiempo libre de niños y adolescentes es descomunal: pasan horas con móviles, tabletas, consolas u ordenadores en actividades que, a menudo, son de escasa calidad

Pantallas en la escuela: ¿son el verdadero problema? / E. D.
Daniel Rodríguez
En los últimos meses, varias comunidades autónomas han anunciado medidas para limitar o prohibir el uso de dispositivos digitales en las aulas. La preocupación es comprensible: se busca reducir distracciones, mejorar la concentración y frenar problemas como el ciberacoso. Madrid, Galicia o Castilla-La Mancha, por ejemplo, ya han impuesto restricciones al uso de móviles en los colegios. El debate está servido: ¿es esta la solución adecuada frente al abuso de las pantallas?
Lo cierto es que el consumo de pantallas durante el tiempo libre de niños y adolescentes es descomunal: pasan horas con móviles, tabletas, consolas u ordenadores en actividades de ocio digital que, a menudo, son de escasa calidad. Y ese uso extraescolar es el que realmente debería preocuparnos. El problema no está en que se utilicen recursos digitales para aprender en clase –con docentes bien formados, la tecnología puede ser una gran aliada del aprendizaje–, sino en las largas horas de pantalla fuera de la escuela, a menudo consumiendo contenido poco constructivo que desplaza actividades más saludables: hacer deporte, leer, jugar al aire libre, socializar cara a cara, estudiar o hacer los deberes.
Para el desarrollo intelectual y emocional de nuestros menores, el riesgo mayor no está en el uso puntual de una tableta en clase con fines pedagógicos, sino en la sobreexposición a las pantallas fuera del aula. Esto no significa dejar los dispositivos al libre albedrío en la escuela: su empleo en clase debe pautarse cuidadosamente y siempre con propósitos educativos.
Tengamos presente, además, que el tiempo que los alumnos pasan con dispositivos digitales dentro del colegio es insignificante comparado con las horas que acumulan frente a la pantalla fuera de él. Enfocar el problema solo en lo que ocurre en el aula y legislar solo en ese ámbito es apuntar al objetivo equivocado. Los mayores esfuerzos, tanto sociales como educativos, deberían dirigirse a guiar y formar a las familias y al propio alumnado para un uso saludable de la tecnología digital fuera de la escuela.
Existe una creencia extendida que conviene cuestionar: se suele asumir que los adolescentes de hoy, por haber crecido entre pantallas, son ya expertos digitales innatos. Sin embargo, la mayoría de esos supuestos ‘nativos digitales’, en realidad, muestra un dominio limitado de las herramientas tecnológicas en cuanto salen de los usos lúdicos más básicos. De hecho, muchos jóvenes ni siquiera saben cómo realizar tareas informáticas básicas como: configurar su dispositivo de forma segura, utilizar un programa ofimático elemental (procesador de texto, hoja de cálculo, etcétera), editar o recortar un video sencillo o realizar copias de seguridad de sus datos personales.
También les cuesta procesar de forma crítica la enorme avalancha de información que obtienen de internet y distinguir lo verdadero de lo falso. Saber manejar con soltura TikTok o YouTube no implica dominar las competencias digitales profundas que se requieren en el estudio o el trabajo. Esas habilidades también han de enseñarse y practicarse deliberadamente, igual que cualquier otra.
En el ámbito académico, lo ideal es buscar un equilibrio sensato: ni todo puede ser analógico ni todo digital. La tecnología es parte integral de nuestras vidas y debe tener un espacio en la educación, pero siempre como herramienta al servicio de objetivos pedagógicos, no como fin en sí misma. Por eso, prohibir las pantallas en clase es una salida fácil.
En lugar de demonizarlas, es mejor enseñar a los alumnos a usarlas de forma responsable y efectiva, siempre bajo la guía del docente. Expulsar la tecnología del aula y relegarla solo al ocio supone perder la oportunidad de aprovechar su potencial educativo e inculcar buenas prácticas de uso.
¿Por qué preocupa la sobreexposición a las pantallas fuera de la escuela?
La mayoría de aplicaciones y contenidos que consumen nuestros niños y jóvenes fomentan una atención principalmente visual e inmediata, y eso puede erosionar la capacidad de concentración sostenida. Estos contenidos de gratificación rápida tienen un impacto negativo en la atención focalizada, es decir, en la concentración profunda.
La capacidad de mantenerse concentrado durante un periodo prolongado (por ejemplo, al atender en clase o al leer un texto extenso) se desarrolla de forma gradual y requiere práctica. Por lo tanto, el uso excesivo y no controlado de dispositivos desde edades tempranas acaba entrenando un tipo de atención dispersa que no es la que necesitamos para aprender. De hecho, se ha vinculado esa exposición constante a las pantallas con problemas de concentración, dificultades en el aprendizaje e incluso con alteraciones del sueño y del comportamiento.
Un aspecto crítico es la edad de inicio. Los pediatras y expertos en desarrollo infantil desaconsejan introducir dispositivos digitales en los primeros años de vida. La Asociación Española de Pediatría, por ejemplo, recomienda evitar cualquier pantalla antes de los seis años.
Los primeros años son un período fundamental para el aprendizaje y la maduración cerebral, en el que los niños necesitan explorar el mundo real con todos sus sentidos. Lo que un pequeño se pierda en esa etapa porque una tableta lo privó de ciertos estímulos y experiencias esenciales será muy difícil de recuperar después.
Además, no olvidemos que las destrezas digitales se pueden adquirir más adelante sin problema: no hay ninguna prisa por poner pantallas en manos de un niño pequeño.
Aun así, es frecuente ver a niños muy pequeños con un móvil o una tableta para que «estén tranquilos» en un restaurante o «no molesten» mientras los adultos hacemos las tareas de casa. Los niños pequeños no necesitan en absoluto una dosis diaria de pantalla; de hecho, numerosos estudios señalan que el abuso de dispositivos electrónicos en edades tempranas se asocia a problemas como obesidad infantil o retrasos en el desarrollo del lenguaje.
Para crecer adecuadamente, lo que más necesitan nuestros hijos es interacción humana y mundo real: palabras, sonrisas, abrazos; mover el cuerpo, correr, saltar, tocar; dormir bien, soñar y aburrirse; jugar de forma creativa y simbólica; relacionarse con otros niños. Todas esas vivencias enriquecedoras se ven mermadas cuando una pantalla les roba horas cada día.
Por tanto, la discusión sobre las pantallas en la escuela no admite posturas simplistas de blanco o negro. La clave está en cómo, cuándo y para qué se utilizan estos dispositivos. Prohibirlos en el aula puede ofrecer un alivio inmediato, pero si ignoramos el uso masivo y sin guía que los menores hacen de ellos fuera del colegio, estaremos dejando intacto el núcleo del problema.
La tecnología bien empleada es una aliada poderosa de la educación, pero no es una varita mágica. Andreas Schleicher, responsable del programa PISA, asegura: «La tecnología puede ayudar a optimizar una enseñanza de excelente calidad, pero, por muy avanzada que sea, jamás podrá paliar los efectos de una enseñanza de pésima calidad».
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