Opinión

Juventud e información

Se calcula que uno de cada cinco vídeos de las distintas redes sociales es desinformativo, o sea, contiene fake news para consumo juvenil

Varias aplicaciones de redes sociales en un teléfono móvil.

Varias aplicaciones de redes sociales en un teléfono móvil. / Shutterstock

Santa Cruz de Tenerife

La Encuesta de la Juventud de la UE 2024, recientemente publicada en febrero de 2025, examina las opiniones de los jóvenes de 16 a 30 años de toda la UE, centrándose en su compromiso político, fuentes de información, exposición a la desinformación, y comportamiento de voto. La encuesta fue realizada por Ipsos entre el 25 de septiembre y el 3 de octubre de 2024 en los 27 Estados miembros de la UE. Se encuestó a un total de 25.863 jóvenes de entre 16 y 30 años mediante entrevistas web asistidas por ordenador (CAWI). El aumento de los precios y del coste de la vida preocupa al 40 %, el medio ambiente y el cambio climático a un 33 %, la defensa europea preocupó especialmente a los jóvenes de Chequia (36 %), Polonia (33 %) y Estonia (32 %). Las redes sociales son la principal fuente de información sobre temas políticos y sociales para el 42% de los encuestados, mientras que la televisión ocupa el segundo lugar (39 %). La preferencia por la televisión es especialmente notable entre los jóvenes de entre 25 y 30 años, también más propensos a utilizar plataformas de noticias en línea y la radio (30 %) que los jóvenes de entre 16 y 18 años (21 %). Una mayoría significativa (76 %) de los jóvenes creía haber estado expuesta a desinformación y noticias falsas, mientras que el 70 % confiaba en poder reconocer la desinformación. Instagram es la principal plataforma para obtener noticias políticas y sociales entre los jóvenes (47 %), seguida de TikTok (39 %), y X (antes Twitter) es utilizado por el 21 % de los jóvenes.

Se calcula que uno de cada cinco vídeos de las distintas redes sociales es desinformativo, o sea, contiene fake news para consumo juvenil, que el uso de internet quita tiempo de estudio a un 44,6% de los estudiantes, y que los niños reciben su primer dispositivo móvil alrededor de a los 10 años.

Ahora bien, el gran peligro de la desinformación es a quien encargamos la lucha, porque el encargado tenderá a utilizar su esquema ideológico para imponer su verdad (principio filosófico de Willard Van Orman Quine). Partirá de la base de que la información falsa o engañosa puede amenazar procesos democráticos, la salud, el medioambiente y la seguridad, y será él el encargado de definir qué es democracia, qué es salud, qué es medioambiente y qué es seguridad. La contrainformación generará dictadores, por puro mecanismo de acción-reacción.

La afirmación de que los jóvenes son víctimas indefensas de la desinformación descansa sobre una premisa errónea: que los adultos sí sabemos distinguir con certeza lo verdadero de lo falso. Pero si algo ha demostrado la historia, es que la verdad es un campo de batalla donde no hay árbitros definitivos.

Si la información está contaminada por intereses, si los medios son instrumentos de propaganda y si la propia noción de objetividad ha sido cuestionada desde la epistemología hasta la sociología, ¿cómo podemos exigir a los jóvenes una claridad que ni los adultos poseemos? Que existe una verdad incuestionable es un mito, y la ilusión de que en algún momento hubo una era de información pura es falsa. Desde los tiempos de Joseph Goebbels, el ministro de propaganda nazi, la manipulación informativa ha sido un arma estratégica. Goebbels comprendió que la repetición y la emoción pesan más que la lógica en la percepción pública. Su principio de que «una mentira repetida mil veces se convierte en verdad» sigue vigente en los modelos mediáticos actuales. Ni siquiera es necesario un aparato de propaganda estatal cuando los algoritmos de las redes sociales logran el mismo efecto: amplificar narrativas hasta hacerlas parecer indiscutibles.

Pero eso puede pasar tanto con una verdad como con la contraria. La cuestión es quién dirige y gestiona la verdad. Si sumamos a esto la pesadilla orwelliana del Gran Hermano, la vigilancia perpetua que, en su versión moderna, se materializa en la recolección de datos y el filtrado de la información que consumimos, la paradoja es evidente: mientras más conectados estamos, más dependemos de sistemas que determinan qué vemos y qué ignoramos.

Los jóvenes no son más vulnerables a la desinformación que los adultos; simplemente están más expuestos a un flujo incesante de datos, porque están en la edad de informarse en función de sus pulsiones psicoanalíticas. Pero su capacidad crítica no es menor que la de generaciones anteriores, solo está en formación dentro de un ecosistema donde la información fluye de manera distinta. Que el 70% de los jóvenes europeos confíe en su capacidad para detectar noticias falsas indica que son conscientes del problema, lo que ya es un paso más allá del conformismo de generaciones pasadas que aceptaban las versiones oficiales sin cuestionarlas.

Y ese es el problema, que las generaciones anteriores están acostumbradas a un statu quo informativo que no quieren cambiar. Las tendencias reguladoras han sido promovidas sobre todo por la socialdemocracia y la izquierda institucional, bajo el argumento de proteger el debate público de la manipulación. Sin embargo, esta regulación conlleva el riesgo de derivar en una censura selectiva que favorezca el statu quo ideológico dominante, y de ahí el mecanismo reactivo de que la juventud de la franja etaria de entre los 18 y los 24 años, tal y como expresan la dinámica de los sondeos políticos en Occidente, empiece a repelerlos como alternativa fiable.

El problema no es, pues, la juventud. Se insiste en que las redes sociales han desplazado a los medios tradicionales como fuente de información, y se asume que eso es negativo. Pero ¿acaso la televisión, la radio o la prensa escrita han estado libres de sesgos? Es más, el aparato político, que ha convertido a los mass media clásicos en presas fáciles dado que han pasado a depender de las subvenciones y la publicidad institucional para sobrevivir, ha hecho que la inmediatez y gratuidad de las redes sociales desarme el foco de una red clientelar a la que solo hacen caso los que ya no son tan jóvenes y ocupan puestos de poder. La narrativa dominante del siglo XX fue moldeada por conglomerados mediáticos que seleccionaban qué debía ser noticia y qué no. Los jóvenes, al recurrir a múltiples fuentes, pueden estar en una posición mejor para contrastar información que quienes crecieron en un entorno mediático unidireccional.

El problema de la desinformación no es exclusivo de la juventud, sino de un sistema donde los incentivos económicos y políticos favorecen la manipulación. La clave no es demonizar a las redes sociales. Si algo deberían aprender las nuevas generaciones, es que la verdad no es un dogma, sino un proceso de evaluación constante. La desinformación siempre ha existido; lo nuevo es la posibilidad de desafiarla en tiempo real.

En definitiva, si los adultos somos incapaces de establecer con certeza qué es verdad y qué es mentira, no podemos condenar a los jóvenes por navegar un océano informativo sin mapas confiables. La lucha contra la desinformación no consiste en exigir que crean en «las fuentes correctas», sino en dotarlos de las herramientas para cuestionarlo todo, incluidos, sobre todo, nosotros.

Suscríbete para seguir leyendo

Tracking Pixel Contents