Opinión
Sitios cálidos

Sitios cálidos / ED
Hay quien dice que desde la explosión digital el libro tiene escaso futuro. Yo no lo creo: las páginas de cultura de los periódicos informan sobre libros con regularidad y en ciudades como en la que escribo ahora, Las Palmas, abren nuevas librerías. Digo más, solo en español, se editan tantos libros al año que me pregunto si hay lectores disponibles para todos ellos. Hubo también quien decía que el libro electrónico acabaría con el de papel. Ya no lo dice porque aquel lleva el mismo camino que el fax. Obviamente, el impacto en el sector editorial de las ‘nuevas’ tecnologías de la información y la comunicación ha sido descomunal: por una parte, el empuje de sitios web como Wikipedia ha acabado con las enciclopedias en papel. Por otra, muchos escritores que antes debían resignarse a guardar en cajones sus manuscritos, porque no había editorial que les hiciese caso, ahora pueden publicarlos contratando a sellos en red especializados en el asunto. Por lo demás, el comercio telemático de libros se ha convertido en un negocio descomunal, pero no por ello el gigante del ramo, Amazon, ha matado a las librerías. No solo no las ha matado sino que, como he dicho, abren más. En fin, si, como pienso, los agoreros se equivocan en su diagnóstico sobre el futuro del libro, me temo que lo mismo les pasa con las bibliotecas públicas.
Es verdad que estas, muchas veces, son usadas solo como salas de estudio, pero esto ya era así antes de la revolución digital. Por lo demás, por una u otra razón, también hay mucha gente que acude a ellas porque busca un libro inconseguible en el mercado, por tratarse de un volumen inasumible para su bolsillo, por el gusto de pasear la vista para dar con un título ignoto y curioso o, simplemente, porque comparte el dictum de Las Mil y una Noches: «el más bello jardín es un armario [dígase estantería] lleno de libros».
Naturalmente, para leer muchos de estos libros que se encuentran en las bibliotecas públicas cabe también conectarse en la red, entrar en sitios como Scribd y leerlos en el ordenador. Yo mismo lo hago habitualmente. Pero que sea usuario de lo uno no es óbice para que lo sea también de lo otro. Por lo general, consulto más que leo libros en internet. Esto último solo lo hago cuando no me queda otra, porque leer un libro en la pantalla de una computadora me resulta una tortura.
Confieso que las más de las veces compro los libros que leo porque sigo la sentencia de Las Mil y una Noches y cultivo mi biblioteca como mi jardín, pero no es menos cierto que acudo con frecuencia a bibliotecas públicas, sobre todo especializadas en arte. Soy asiduo de la del CAAM, donde Paco, Mabel y David me atienden espléndidamente, y de la del centro de arte La Regenta, donde Nuria y Susi me dispensan idéntico trato.
La memoria me trae ahora a flote también a Luis, Juan, David, Tanausú y Fernando, de la biblioteca de El Museo Canario. Hacer este ejercicio que me impone la escritura de estas líneas me hace pensar entonces no solo en salas, estanterías y libros sino también en la significación de los bibliotecarios. Reparo en que, tal es al menos mi experiencia, estos también son clave para que las bibliotecas sean esos sitios cálidos que por lo general son: transitan con soltura por los vericuetos de la mente del experto que conocen y a quien entra por casualidad o por una necesidad puntal, a veces con paso inseguro por la intimidación que les provoca el aura culta de las bibliotecas, le hacen sentirse cómodo y hasta despiertan su deseo de adentrarse más en estas galaxias de letras, números e imágenes. Hay profesiones en las que abunda la gente que parece vocacional. La de bibliotecario es una de ellas.
Tengo recuerdos gratos de la biblioteca pública de mi barrio de infancia, Schamann, que se encontraba cerca de la iglesia de Los Dolores, y me parece una desgracia que muchos barrios, no sé los de Finlandia, pero al menos de Las Palmas, se hayan ido quedando sin estos lugares modestos, donde uno no solo empezaba a tratarse con libros que no eran los escolares ni los que pudiera haber en su casa, sino que además conocía allí a otros incipientes lectores con los que con frecuencia generaba lazos de complicidad e intercambio de información libresca.
Difícil que no haya un hueco en la memoria de gente perteneciente a distintas generaciones de residentes en Las Palmas, incluida la mía, para la antigua sede en la calle Tomás Morales de la Biblioteca Pública del Estado, la ‘Biblioteca del Obelisco’. Ando estos días metido en la escritura de un libro sobre un pintor, que a su debido tiempo podrán consultar todos ustedes en alguna biblioteca pública, y este me contaba lo importante que fue para él aquella institución, al punto de que decidió hacerse artista gracias a la misma: «Encontré allí un libro que reproducía una de las fotos que Hans Namuth le había tomado a Jackson Pollock en su estudio y quedé atónito».
Que desgracia que hayan desaparecido de muchos barrios de mi ciudad estos puntos de cohesión social que eran sus bibliotecas públicas, pero que triste también que otras bibliotecas proyectadas nunca llegasen a construirse: una nefasta decisión municipal canceló la que debía hacerse en el edificio Woermann, el único espacio público, obligado, previsto en este edificio erigido a partir de un pacto con el Ayuntamiento que contemplaba la construcción de dicha infraestructura cultural. Amén de placer lector, esta biblioteca habría dado además mucha vida ciudadana a la hoy desolada plaza que se extiende entre las dos partes del edificio, amueblada con bancos diseñados por ese gran artista que es Albert Oehlen.
Llegado aquí, y visto lo autobiográfico que me está quedando esta contribución, ya me animo a decir que, además de usuario, he sido bibliotecario, que incluso puse en marcha una biblioteca, y, que antes fui hasta animador en un programa de fomento de la lectura –besos para Luz, Zoraida y Araceli- que operaba en bibliotecas municipales de toda la Isla. Recuerdo de aquella experiencia lejana como me fascinaba la intensa actividad cultural de la biblioteca municipal de Arucas y lo bien que me sentía en la de Agaete, la biblioteca donde trabajaba Mari Carmen, y donde encontré un diccionario español-tagalo en una época en que no había posibilidades de traducir de internet esta lengua filipina. Pero recuerdo también el cuchitril infecto que era la biblioteca pública de otro importante municipio grancanario, sin horario de apertura regular, y recuerdo así mismo la pena que sentí por los residentes en aquel término, por los políticos que tenían en su ayuntamiento, pero igualmente por ellos mismos, porque no exigían, igual ni se les ocurría, que se construyese una infraestructura tan necesaria como esta con unos mínimos de dignidad.
Vuelvo a Las Palmas y me doy cuenta de que no he dicho nada de la actual sede de su Biblioteca Pública del Estado, con su, ¿cómo decirlo?, ¿estrafalario?, edificio. Me acuerdo de varios amigos que trabajan allí, de Sergio, por ejemplo, desviviéndose para encontrarme un número de Revista de Occidente que me urgía, que estaba registrado, pero que algún usuario colocó en un sitio indebido, hasta que Sergio encontró mi ansiado ejemplar. Y, claro, tengo presente también a la Biblioteca Insular, sus libros, sus DVDs, lo mismo que su intensa actividad cultural. Pero sobre todo tengo presente que aquí la administración correspondiente, el Cabildo de Gran Canaria, ha actuado como debe y ha seguido ampliando su espacio. Y es que no solo de autobombo propagandístico en forma de estupideces varias viven los administrados de Las Palmas.
Una serie de reportajes que ya no escribiré y cuya idea regalo a mis colegas más jóvenes: viejos libros de las bibliotecas públicas de Las Palmas que nadie solicitó nunca para consultar. Investigar los registros, dar con estas obras misteriosas, sacarlas de su orfandad, leerlas, comentarlas, valorarlas y conjeturar por qué ningún usuario sintió la necesidad de hincarles el diente. Fantaseé largo tiempo con la posibilidad de hacerlo en esa cámara de maravillas que es la biblioteca antigua de El Museo Canario, con los nueve tomos sobre la Vida de Napoleón Bonaparte de Walter Scott, o con sus volúmenes sobre espiritismo que conviven con las momias guanches en lo que fue la casa del doctor Chil. No sé, a lo mejor el reportero termina por revelarse como un insólito personaje borgiano y, silente en medio de estos pedazos de memoria del mundo, da con el libro que nos explique, no los atolladeros actuales del planeta, que sobre esto ya hay volúmenes para dar y repartir, sino sobre si de verdad vamos a salir de esta, y sobre si no es así que libro es conveniente ponerse a leer en casa para esperar el apocalipsis, que no tiene porque ser necesariamente el Libro del Apocalipsis.
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