Si algo ha caracterizado al sector turístico en relación a la política es que ha sido históricamente una maría. Lleva sin embargo camino de dejar de ser una asignatura menor y jugar además un papel nada despreciable en el reparto de consejerías del Gobierno que se constituya tras el 26M.

Las razones para este cambio de percepción política del turismo son varias. En primer lugar, la revalorización por la crisis de una actividad con mala prensa, pese a ser el motor económico de las Islas: representa el 35% del PIB y da trabajo al 40% de la población. Se ha producido además un mayor impacto social por la irrupción de productos vinculados a la digitalización de la economía, como el alquiler vacacional. Y se ha iniciado por último un cambio de ciclo que, de seguir la política turística en la inercia y sin afrontar una gobernanza integral del turismo, puede terminar pasando factura al propio sector y al conjunto de la economía. Y por tanto a la sociedad canaria.

En esta legislatura, la discusión política sobre el turismo ha girado en torno a tres ejes: los riesgos de masificación, la tasa turística y la oferta vacacional. Y los discursos se han sostenido en base a los extraordinarios datos que ha registrado el sector, con sucesivos récords históricos de llegada de viajeros hasta alcanzar la inimaginable cifra de 16 millones. El incremento entre 2011 y 2017 ha sido tan espectacular que el turismo canario creció en este septenio una media de un millón de turistas/año. Un ritmo de crecimiento insostenible y que se ha detenido al recuperarse destinos competidores cuya crisis de seguridad desvió viajeros a Canarias (hasta tres millones según Exceltur).

El éxito llevó a algunas formaciones a plantear el debate en términos ajenos a la realidad turística de la Islas, importando conceptos y conflictos de otros destinos que sí han sufrido un fortísimo impacto de desbordamiento: Barcelona es el caso más clamoroso; aunque también Baleares ha registrado serios conflictos de convivencia entre residentes y viajeros. Pero el singular turismo canario, distribuido en cuatro islas y a lo largo de todo el año (hay temporalidad pero no la estacionalidad de los destinos continentales, donde cierran hoteles y restaurantes en temporada baja), no ha causado problemas de gentrificación o turismofobia. Sí han sufrido problemas derivados de la adaptación del sector al nuevo modelo de negocio de viviendas de alquiler. Un fenómeno que Canarias ha sido incapaz de regular (los sucesivos intentos del Gobierno han sido tumbados por los tribunales), culpando al alquiler vacacional de la escasez de oferta residencial a precios asequibles y escondiendo así su incapacidad para ejecutar políticas públicas de viviendas.

Las elecciones autónomicas y locales del domingo han llegado con este relato turístico como legado, pero también con un cambio significativo de las estadísticas: la pérdida de más de medio millón de turistas . Y los datos apuntan a que seguirá decayendo en los próximos años. La duda es si la caída se limitará a un mero ajuste por la recuperación de los destinos del norte de África, pero manteniendo las Islas su músculo turístico. O si la suma de los factores de cambio (especialmente el brexit y la subida del combustible) afectará más allá del cupo de turistas prestados. Y supondrá, por tanto, pérdidas que pongan en peligro la sostenibilidad económica (rentabilidad empresarial) y social (el mantenimiento de los puestos de trabajo) del turismo. Ante estas circunstancias, los partidos políticos han tenido que adaptar su discurso turístico y han reconocido en campaña la falta de inversión pública para cualificar el destino: recibe el 0,8% del presupuesto y apenas se han destinado recursos al plan de infraestructuras. El turismo canario está en una encrucijada una vez más. Y dependiendo del camino que coja, es decir el modelo turístico por el que apueste el nuevo Gobierno de centro-izquierda o de centro-derecha, le permitirá o no seguir siendo un líder turístico mundial en un nuevo marco de competitividad.