El presidente del Gobierno se ha instalado en una envidiable posición preeminente o preposición. Las absor-be todas: A, ante, bajo, con, contra, para, por, tras Sánchez. Tiene razón Santiago Abascal, porque las expectativas frustradas no han obstruido el olfato político de Vox, al denunciar que el primer ministro ejerce de Rey. Con dos cautelas. En primer lugar, no hay suplantación sino inhibición del titular de la Corona, y el poder aborrece el vacío. En segundo lugar, el despecho del neofranquismo expresa el lamento por haber sido desterrado de las audiencias regias. Perdón, presidenciales.

El presidente en funciones del Gobierno convoca y recibe en palacio. Ningún partido le discute la supremacía, un par de semanas atrás le reprochaban la sangre en sus manos o que llevara escritas en la frente palabras infamantes como "indulto". Pablo Casado quiere ser la oposición de Sánchez, Albert Rivera quiere ser la alternativa de Sánchez, Iglesias quiere ser el socio de Sánchez, los independentistas quieren ser los interlocutores de Sánchez. Relativizar la potencia de fuego de su cosecha de diputados solo engrandece la ingeniosidad de su órdago.

Sánchez ha elegido jefe de la oposición al más débil de sus rivales, porque esta vulnerabilidad le garantiza el agradecimiento por encima de las fronteras ideológicas. Nadie sabe si Casado sigue al frente del PP por terquedad, o porque su cargo y carga son menos deseados ahora mismo que el rol de portero ante un penalti. Los populares han virado hacia el centro porque allí reside el presidente del Gobierno, la nueva medida de todas las cosas. Rivera y Casado no compiten por el número dos, sino por estar más cerca del número uno. Y la prensa continental atribuye a Sánchez el rescate de la socialdemocracia europea, como si bastara una votación para restaurar un régimen. Bonita forma de fracasar.